La existencia del estrato que me dispongo a describir es seguramente el mejor argumento posible en contra de la filosofía del amor. Mientras dicha filosofía tenga complicidad en su reproducción, cualquier defensa de la misma en virtud de razones éticas no merecerá ser contestada.
Por “paria del amor” se ententederá a quienes representan el antimodelo amoroso, tanto en sus valores reconocidos de carácter y belleza, como en el no reconocido del poder. Convenida la objetividad del valor eróticosentimental de cada individuo, localizamos en ellos a quienes se aproximan a un valor cero, despreciable, constituyendo así la última opción. El paria está, por tanto, en el límite de la elegibilidad, viviendo la experiencia de no ser preferido nunca o sólo en situaciones de precariedad extrema, y siempre que no haya otro individuo por el que optar, salvo si se trata de otro paria. El paria vive las relaciones, si es que las vive, cualesquiera que sean, como acontecimientos determinantes en su vida en torno a los que debe girar el resto de la misma. Mucho más allá de lo que considera un enamorado que el amor le condiciona, para el paria no hay elección posible, y cualquier relación debe ser tratada como definitiva. El paria carece de todo lo que nuestra cultura abandona al control del amor. Como privación directa, en su vida no hay afecto íntimo, ni vida sexual, ni más familia que la construida a la desesperada. De estas privaciones se derivan otras muchas: la pérdida profunda de la autoestima, la de la energía sexual (si es que existe como algo más que una consecuencia de la autoestima), el prestigio derivado de la exhibición de la pareja, y las posibilidades de desplazamiento de clase a que da acceso el valor eróticosentimental propio. A esta gravísima situación personal, que debe ser entendida como marginación, hay que añadir la falta de identificación de dicha marginación. El paria del amor no es reconocido como tal en su entorno, ni siquiera si él lo exige, ni son, por supuesto, entendidas sus miserias. Lo más frecuente es que él mismo no sea capaz de identificar su situación como marginal, aumentando la exposición a interpretaciones perjudiciales y autodestructivas, así como a somatizaciones patológicas.
Si el amor es competencia por la mejor pareja eróticosentimental posible con el fin socioestructural de formar una familia y condicionar su situación económica para anular su militancia ciudadana, necesariamente habrá, por debajo de aquellos individuos que alcanzan el exiguo éxito de quedar así atados, un cuerpo de rechazados cuya función será aportar al piso proletario, objeto principal de la filosofía del amor, un triunfo comparativo. Gracias a éste piso de parias, el proletario se verá motivado a conservar el sistema y sentirse satisfactoriamente engañado por la filosofía del amor. Se resignará así, dentro de ella, a una suerte mediocre.
Cada uno de los obreros monógamos podrá conformarse ante su fracaso en el acceso al verdadero objeto de deseo al mirar atrás y constatar el cuerpo de rechazados que queda a sus espaldas. Tan vivamente necesitan de lo que parece un trivial consuelo, que devienen incapaces de apreciar las condiciones existenciales de este grupo. Esta paradoja puede adquirir realce si se compara con la sensibilización que producen las diferencias económicas. Para cualquier sociedad ha constituido una fuente de remordimiento la existencia de la mendicidad. Junto con cierta atribución de culpa, el mendigo siempre ha sido objeto de empatía y despertado diversas formas más o menos honestas de solidaridad que el resto de la sociedad ha considerado su obligación. Nada ha ocultado nunca la condición desgraciada del indigente.
Sin embargo, los parias del amor son vistos sólo desde la perspectiva del objeto de rechazo y, por añadidura, del triunfo personal frente a, al manos, alguien. El principio fundamental de la filosofía del amor según el cual las personas se unen a partir de razones incognoscibles que garantizan la correspondencia amorosa por parte de alguien para cada cual, resumido en la imagen de la media naranja, ejerce de refugio para el natural conflicto moral que constituye el disfrute de un bien necesario allí donde otros carecen de él. Imaginemos lo grotesco que sería aplicar el mismo principio a la indigencia. Debería adoptar enunciados tan inconsistentes como “el indigente lo es porque todavía no ha encontrado su riqueza” o “es su forma personal de riqueza la que le hace feliz”. Y, a pesar de todo, no vivimos en alerta contra su exclusión. ¿Cómo podríamos soportarla? ¿Cómo podríamos vivir en pareja recordando, gracias a la marginación que ejercemos sobre los parias, la que los estratos superiores ejercen sobre nosotros? ¿Cómo soportaríamos la idea de que sólo nos quiere quien ha sido despreciado por el resto? ¿Cómo podríamos hacer soportar esa misma idea a nuestra pareja?
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