lunes, 26 de marzo de 2012

amor. SPIN-OFF. la gran pirámide VIII: el interior (3er valor). y PARTE 2

 
             ¿Qué rasgos de la personalidad no constituyen carácter de clase? Es decir, ¿qué comportamientos no son símbolos económicos cuya función es presentar públicamente la posición del individuo en la escala social para que sea reconocido y elegido sólo por sus iguales? Uno de los rasgos del carácter más reivindicados a la hora de elegir pareja, (junto con el famoso “que me haga reír” del que trataré más adelante) es “que tenga cultura”. Sospechoso requisito en una sociedad como la nuestra, en la que ni el trabajo ni el ocio son considerados espacios para el crecimiento cultural y, por tanto, éste queda desterrado.

             La cultura, a diferencia del dinero, no se exige a granel, sino de modo muy específico, como cultura de clase. Se hablará de “una cierta cultura” (no saber necesariamente muchísimo, pero conocer lo que se aprendió en bachillerato) entre la clase obrera con formación universitaria, “estar al día” (adaptación al mercado, para la clase media), “ser despierto” (la clase obrera con formación elemental debe demostrar que es capaz de aprender un nuevo oficio cada vez que se agote el mercado laboral del anterior) o “tener mundo” (los rasgos culturales exigidos por la clase alta no van a tener el precio de una edición de bolsillo de La Montaña Mágica. Lo clave será haber estado en un determinado lugar, a ser posible en un momento muy concreto y, para resultar realmente interesante, consumiendo lo que pocos tenían posibilidades de consumir).

             A éste y otros rasgos, identificativos de la posición en la pirámide social, podemos añadir los rasgos del carácter generados por los valores específicos de la pirámide del amor, es decir, los generados por el atractivo erótico, habitualmente en forma de masculinidad y femineidad. Aquél que ha disfrutado de una mejora en el nivel social de partida gracias a su coincidencia con el arquetipo erótico, es incentivado así a reafirmar tanto su rol de género como el de quienes le rodean, además de a convertirse él mismo en modelo de activación. La mujer y el hombre de éxito eróticosentimental se convierten, dentro de su grupo social, en mujer muy mujer y hombre muy hombre, objetivo natural de ambición del resto de los miembros y, por ello, modelo a imitar por quien se procura un desarrollo forzado de su femineidad u hombría. De estas personas se dirá que “tienen lo que tienen que tener” como síntesis de la idea de que en cuerpo y personalidad se presentan como quien se considera a sí mismo objeto de elección. Los demás, por comparación, serán vistos como personalidades de género inmaduro y, por tanto, defectuoso e insatisfactorio.

             Despojado el interior de estas dos capas, poco le queda de útil a la hora de triunfar en el amor. El carácter, sin embargo, puede ser descrito según múltiples cualidades no tan directamente relacionables con la clase social o el atractivo eróticosentimental. Existe un humor de clase, no hay duda, pero todos los individuos de una misma clase no lo desarrollan en igual medida. Y, sin embargo, diríamos que hacer reír es una de las cualidades más universalmente valoradas. Es más, ya lo habíamos dicho. Entonces, ¿no será suficiente, para enamorarnos, con que nos hagan reír?

             Es evidente que el humor no está tan institucionalizado como para sugerirnos que alberga en sí la clave de esa preocupación social de primera magnitud que es la seducción o la formación de pareja. Del tiempo que dedicamos al día a potenciar nuestro atractivo, ¿cuánto es, concretamente, a aprender a contar chistes? Por cada centro de estética, ¿cuántas escuelas de la risa?  Esta falta de inversión refleja incontrovertiblemente que el poder del humor tiene un reconocimiento limitado y, por tanto, la afirmación “lo importante es que me haga reír” debe significar alguna otra cosa.

             Localizar el papel del carácter requiere recordar el proceso de elección de pareja y la condición de la misma como objetivo existencial, en el cual se reflejarán los valores que nos gobiernan. Precisamente porque el carácter carece de importancia y toda la gama posible es razonablemente accesible; precisamente porque apenas implica sino un desplazamiento horizontal en las pirámides sexual y eróticosentimental, precisamente por eso, se convierte en nuestra coartada moral.

             ¿Qué hay en “el interior” que pueda interesarnos? El poder en la pareja nos pone su poder a nuestra disposición, e incluso nos hace detentadores del mismo. El atractivo nos compensa la frustración por la ausencia de poder social con poder local en la forma de posesión del objeto erótico que otros quieren poseer. Ambas funciones influyen en el carecer más allá de lo que el juicio social logra reconocer, pues no sólo la influencia es evidente, sino que lo es también la falta de conciencia de dicha influencia. No parece verosímil que los individuos de una sociedad cuyos dos primeros criterios electivos son el poder y el atractivo salten súbitamente a una elección ética. Más bien habremos de buscar cómo el poder, que ya se había travestido en atractivo romántico en el primer rebaje, se traviste ahora en bondad de carácter.

             Una vez hechas las cuentas, una vez elegido presupuesto y prestaciones, ante ese puñado de modelos casi similares con diferencias que no nos importarían si no fuera porque nuestra proximidad hace crecer su tamaño proporcional, debemos empezar a pensar en el día a día. En ese momento echamos de menos disponer de un mes para probar cada uno de los productos, hasta el punto de estimar si su valor de uso será incompatible con su valor simbólico. Porque, para amarga sorpresa de románticos, a la pareja hay que vivirla.

             Originalmente, en el primer contacto con el romanticismo, no existe eso que se llama “el interior”. Todo es poder y atractivo. Será el contacto personal el que empezará a descubrirnos el conflicto de la incompatibilidad. La filosofía del amor romántico aprovechará estos primeros desencuentros para abundar en la idea de las medias naranjas y el carácter democrático del amor, que a todo roto encuentra su descosido y a todo santo su demonio oculto. Sin embargo, cuando reflexionamos desde una posición externa a esa filosofía, todos entendemos que hay caracteres agradables y desagradables, y que el agradable alimenta relaciones donde el desagradable es rechazado.

             Lejos de ser una escuela de ética, bondad o espiritualidad, la práctica de la vida en pareja desarrolla la detección de inviabilidades para la misma, es decir, de elecciones fallidas que lo son porque el individuo elegido es ineficaz para esa práctica (y que caerán bajo la categoría de “pareja tóxica”: lo es aquella persona que, por resultar perniciosa en pareja, tiene la obligación de transformar su carácter si desea no vivir en soledad, independientemente de la categoría ética de dicho carácter). El grueso de la experiencia, una vez localizada nuestra posición en la pirámide, tendrá lugar en esa búsqueda de viabilidad entre iguales, por lo que, a la larga, nuestro conocimiento del amor tendrá que ver fundamentalmente con la detección de la viabilidad de la pareja.

             Es a esta viabilidad a lo que llamaremos “el interior”, y no tiene más relación con la ética que la que tiene la pareja monógama en sí misma, pues consiste en seguir su modelo a pies juntillas. La calificación de buena persona, tan traída y llevada como valor que legitima nuestra resignación a la pareja que nos toca, y que pretende destacarla no sólo sobre sus iguales sino sobre la especulación que hacemos acerca de los diferentes e inaccesibles, no se ajusta a ningún concepto referente de bien ético, sino al de buena salud de la pareja.

             El “buen interior” será aquél carácter que, enfrentado a las duras pruebas de convivencia a la que la pareja lo somete, dará como resultado la subsistencia voluntaria de la misma, pase lo que pase en ella. Por ello, a diferencia del poder y la belleza, valores graduables, en “el interior” prevalece la clasificación entre lo viable y lo inviable, siendo lo último próximo a lo deleznable y lo primero confundido con lo excelente.

             Es necesario destacar que las virtudes del buen interior sólo coincidirán parcialmente con las de una ética estándar, y esto allí donde constituyan pilares para la facilidad de trato. El buen interior no implica valentía, justicia o integridad (más bien éstas tres virtudes universales se engloban bajo la categoría de “inflexibilidad”, un defecto fatal para la pareja). Sin embargo, son altamente valoradas la tolerancia, la paciencia, la confianza o la humildad. Esta selección a la carta refleja que no hay un verdadero discurso ético subyacente, sino una adaptación del comportamiento más eficaz a la necesidad de justificarlo éticamente para conservar el valor cultural del amor como bien máximo.

             Ciertamente, la convivencia de por sí es una escuela ética, y el trato cotidiano con la pareja, o con una pareja tras otra, o con múltiples tentativas de pareja, forma nuestro criterio ético y, con él, nuestra capacidad para distinguir aquello que es bueno de manera universal. El individuo experimentado encontrará razones verdaderas para relativizar el valor de uso de la belleza e, incluso, del poder. Descubrirá, además, que la inviabilidad de la convivencia puede aparecer en cualquier nivel social, y que el poco relevante “interior”, sin un mínimo de virtud, es a veces suficiente para hacer del más poderoso una pareja inadecuada. Pero el progreso de su conciencia estará siempre condicionado por la necesidad de reconocerse feliz en la pareja, de modo que sólo en tanto que descubre argumentos que refuercen su posición logrará introducir en su conciencia criterios verdaderos. La pareja no es una escuela ética privilegiada, sino una escuela ética, como lo es cualquier otra forma de convivencia privada o pública, de modo que no es atribuible a su mérito la madurez que, en este terreno, adquiere el individuo que la adopta como forma de vida. Lo que se descubre en el amor contra el amor no es que el amor nos lo descubra, sino que no logra ocultárnoslo. Y lo que él valora en nosotros no son nuestras virtudes de hombres libres, sino nuestras prestaciones de súbditos.

             
             Se concluye así la ordenación de los valores del amor, que la filosofía del amor romántico presenta invertidos con el fin de convertir al amor en la esperanza frente a lo otro que es el sistema social, y animar con ello al individuo a que caiga en la trampa de su opresión completa. El amor nos dirá que el mundo no premiará nuestra docilidad, pero que tarde o temprano vendrá el amor a hacerlo. Sin embargo, cuando llegue, no será lo que se nos prometió. Aprender a sobrellevarlo será la prueba de amor definitiva. La tautología existencial de ganarnos la felicidad mediante una prueba de autosugestión cuyo éxito produce esa felicidad misma, implica un poder persuasivo inaccesible al sistema si éste no dispusiera del dispositivo ideológico del amor, persistentemente alimentado en todo aquello que constituye su nube ideológica; todo lo que es ideología sin constituir el espacio propio de la ideología: infestando el ocio más ligero, frívolo, indefenso, del discurso del amor.

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