Y, por fin, llegamos a “el interior”. Pero ¿qué queda para él? Si nuestra capacidad de elección se limitaba a la posición social que ocupamos, y, dentro de ella, la belleza nos jerarquizaba de nuevo, apenas hay margen para que el carácter conserve la más mínima relevancia. Ésa es la situación, en efecto. Y precisamente esta falta de relevancia es la que lo convierte en el factor protagonista.
Paguemos, con nuestro valor eróticosentimental, un coche en vez de una persona. A la hora de decidirnos por uno u otro modelo no llegamos a tomar en consideración aquél que queda por encima de nuestro patrimonio. No venderemos nuestra casa, no robaremos, no empeñaremos nuestra vida, para acumular la astronómica cantidad que se exige por el modelo que nos gustaba recortar y pegar en nuestra carpeta de secundaria. Tampoco tomamos en consideración aquéllos que, de tan económicos, no llegan a desempeñar las funciones que tenemos previstas. No compraremos el coche que, de tan barato, nos salga caro. A rechazar estos dos grupos no dedicamos ningún acto de reflexión, ningún tiempo ni esfuerzo. Es un punto del que partimos, una decisión que traemos puesta porque forma parte de la idiosincrasia de nuestra socialización; de los fundamentos de nuestra identidad social.
La reflexión arranca en la siguiente disyuntiva, cuando decidimos cuánto de nuestro patrimonio nos merece la pena convertir en auto, sacrificando con ello la adquisición de otros bienes. Rechazaremos de nuevo un grupo productos que, aunque dentro del rango de precios que podríamos pagar si tuviéramos que hacerlo, implica un desembolso poco práctico para nuestro nivel de vida. ¿De qué nos serviré ese magnífico modelo si su mantenimiento pondrá en jaque nuestra tranquilidad? Podemos tener un coche mejor, sí, pero a costa de una calidad de vida peor; a costa de ser los ridículos siervos de un bien insensatamente adquirido. Nuestro coche será mayor que nosotros mismos, y pronto dejará siquiera de constituir fuente de satisfacción o prestigio. Pero habrá, eso sí, un determinado nivel de satisfacción y prestigio a los que no renunciaremos, porque podremos extraer de ellos el máximo provecho, ya sea material o simbólico, desde nuestro poder adquisitivo.
A estas alturas sólo nos queda elegir entre cuatro o cinco modelos. La diferencia entre ellos llega a resultarnos casi inapreciable y, si pudiéramos, resolveríamos el dilema con cualquier modelo de la categoría inmediatamente superior. Pero será a esta fase a la que dediquemos la gran mayoría del tiempo que nos lleve la decisión. Y cuando, en el futuro, construyamos la narración de la misma, éste será el episodio épico: Aquél en el que tuvimos nuestro genial acierto. Aquél en el que descubrimos, gracias a nuestra perspicacia, que uno de los modelos era infinitamente superior al resto de los posibles. Que uno de ellos, y no los otros, nos ofrecía, en realidad, todo lo que necesitábamos y, por consiguiente, merecía nuestro amor.
Así, la elección entre caracteres constituye un movimiento prácticamente horizontal, tanto en la pirámide social como, incluso, en la del amor. Su importancia es mínima, pero la ocultación de todas las decisiones previas la convierte en un aparente ejercicio de libertad que al pertenecer precisamente al ámbito del amor, deviene en el paradigma de la libertad misma. Decimos que elegimos con el corazón queriendo decir que elegimos hoy con la misma espontaneidad con que lo hacíamos originariamente, sin restricciones, para convencernos así de que, al menos en el amor, nada limita nuestra felicidad; para persuadirnos de que nuestra elección desempeñará eficazmente las funciones imposibles que sólo el objeto de enamoramiento puede y está destinado a desempeñar, las cuales le asignamos en un momento ya remoto de nuestra evolución sentimental.
Ésa es la decepcionante relevancia de “el interior” en nuestra elección de pareja. “El interior”: ese noble componente de nuestro ser, digno de todas las atenciones y paciente ante todos los desprecios. Eso tan bueno, lo más importante, lo mejor, pero… ¿de qué se compone “el interior”?
Seguramente, de poco más que las refracciones remotas de un espejismo. En teoría, una manera peor que vulgar de referirse a la idea religiosa del espíritu: aquello que es lo otro del cuerpo, y donde se deposita el carácter; el verdadero ser del individuo. Es curioso que el espíritu sea perseverantemente entendido como habitando el interior del cuerpo, tan macizo, por otra parte, que nos obliga a imaginar un espíritu casi microscópico. Es curioso que no lo imaginemos nunca como un aura que envuelva al cuerpo o como un duende encaramado en su hombro. El espíritu está infaliblemente dentro, síntoma éste de que hasta los más supersticiosos intuyen su coincidencia con el sistema nervioso.
Sin embargo, cuando “el interior” pasa a jugar su papel en el guión del amor, raramente es reconocible como espíritu, o alma, o esencia humana, o incluso carácter. De hecho, si empezamos a quitar de “el interior” aquello que no es espíritu, corremos el riesgo de encontrarnos con las manos vacías. Pero el amor ya sabe que la razón es la peor de sus enemigas.
1 comentario:
El interior no es más que un nivel de acceso, como en las agencias de espionaje. Se supone que cada uno va repartiendo el código a quién quiere de su derecho a la profundización. Pero sí, dentro no hay más que vergüenzas, como en los secretos de estado. Es decir, no niego que haya noblezas también en la gente, sólo digo que esas se enseñan enseguida. Por ello, más que el religioso, el símil adecuado para el interior me parece el político. Pero eso no es más que lo que insinúa tu pirámide, maestro...
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