A martes, 31 de enero de 2012, El País publica, en su página 41, un artículo de Fernando Savater que comienza así:
Savater tiene la originalidad de comparar la estética literaria con la del amor para inventar el imposible puente entre el universal éxito de la obra de Tolkien y su menguada calidad literaria. Pero, con respecto al amor mismo, no hace sino reafirmar un lugar común mediante una exposición del mismo un poco más clara de lo que es habitual.
El breve párrafo está repleto de recursos demagógicos cuyo objetivo es asentar la inversión del valores entre la fealdad y la belleza que el amor romántico gusta de promulgar allí donde debe dar el salto de la pareja deseada a la pareja alcanzada. Cuando el amor debe conformarse con lo que le toca, en vez de con lo que una vez deseó, nos invita a que nos mintamos y llamemos blanco al negro. Pero la asociación entre la gelidez de la belleza y la calidez de la acertada imperfección que, convertida en atractivo, queremos llevarnos a casa, es puro juego de manos imposible de apuntalar. Salvo que.…
…salvo que en vez de exponer un principio estético sentimental, estemos constatando un hecho. Entonces sí, todos sabemos que es efectivamente el feo a quien acabamos entregándonos, porque el guapo fue tan gélido con nosotros que ni siquiera nos dio la oportunidad de proponérselo. Y ese feo nos dará, con un poco de suerte, calor. Y un prolongado contacto con él, nos descubrirá virtudes poco evidentes a simple vista que nos ayudarán a construir un discurso idealizante necesario para soportar la idea de tener que asumir la renuncia a las virtudes sin descubrir del guapo. Del último diremos que, sí, su belleza merecía elogio, pero ¿qué atractivo podía tener una vez que se hubo manifestado como soberbio? Lo decimos así porque, si respetáramos la verdad, tendríamos que cambiar “soberbia” por “indiferencia”, y la indiferencia puede estar justificada. Para desesperación de Eros, en nada merma el atractivo de alguien el que nosotros no lo poseamos, ni el atractivo ni a quien lo encarna.
Al hacer el panegírico del triunfo del (discutible) atractivo sobre la belleza, Savater se mancha las manos peligrosamente en su condición de autoridad sobre ética. Cae, con ello, en el vicio de convertir la decisión personal en norma moral; el gusto individual (aunque sea en su condición de categoría: los gustos individuales) en bien objetivo. El malo, dice sin más justificación, es el verdadero bueno, en tanto que yo deseo que lo sea porque me provoca placer, sea este placer beneficioso o perjudicial. Seguramente haga esto porque fantasea con que, en el futuro, alguien le defienda a él, aunque lo haga de modo tan inconsistente. Gregarismo entre best-sellers o, por usar una imagen al caso, espectros del anillo.
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