Nos van a decir que el amor del que hablamos no es el bueno.
Nos dirán que ya saben que lo que criticamos en las relaciones es así o peor, pero que todo eso se produce porque no amamos de verdad. Por supuesto, conocerán a alguna pareja cuyo verdadero amor sirva de ejemplo para demostrar que su propuesta es posible. Que nos la enseñen. Normalmente irá implícito que de esa pareja ellos podrían ser una mitad.
Quien se refiere al “amar mal” desde la conciencia de amar bien es el peor de los mercachifles, porque no sólo nos vende aquello que de modo menos disimuladamente le beneficia, sino que carece del más mínimo estudio de mercado con el que, al menos, hacer demagogia a un aceptable nivel. Es fácil demostrar a estas personas que son tan malos compañeros como cualquiera que les sirva de ejemplo para establecer una diferencia. Seguramente sólo haya que recordar alguno de esos fracasos sentimentales que atribuyen a la mala suerte en la elección (el contrasentido es mío), e imaginar qué diría la otra persona si tuviéramos la oportunidad de escucharla. Es un recurso cruel, pero es crueldad buena.
En otras ocasiones nos dirán que el auténtico problema es que el amor no debe ser entendido como amor de pareja, que siempre es posesivo y unívoco, sino como amor universal, a todos, al mundo. Nos dirán que, relacionándonos todos a través del amor, que de suyo es desinteresado, infinito y mucho más amplio como concepto que el amor romántico o el amor matrimonial, los conflictos, o no surgen, o acaban siempre por encontrar solución. De nuevo serán ellos mismos, normalmente, su mejor ejemplo, y la modestia (amorosa) les impedirá ilustrarnos con él. Insistamos. Pidamos que nos relaten los casos en que han actuado movidos por un amor más puro. Será fácil descubrir en ese sentimiento la búsqueda de realización personal, de autoafirmación ideológica, de legitimación frente a su o sus parejas o, simple y llanamente, de donación de favores como propuesta, legítima o fraudulenta, de intercambio de los mismos.
Y, por fin, habrá otros que nos digan que el amor no es de este mundo; que el hombre es imperfecto y que nos amamos defectuosamente porque nuestro amor dimana de dios y se deteriora a nuestro contacto. Aquí el tema de la demostración adquiere un carácter particular. Si estas personas aportaran la más minúscula prueba de sus palabras (digamos, el filamento de una pluma que, sometida a análisis genético, se determinara correspondiente al espíritu santo) estaríamos ante un hecho históricamente notable, incluso aunque tuviera que reconocer su condición de excepcionalidad de difícil aplicación universal (con esa escasez de espíritu santo es complicado imaginar que pueda fundamentarse un sistema de relaciones eficaz para todos).
Todas estas alternativas son socioculturalmente triviales. El amor no es todo esto porque, de forma inmensamente mayoritaria, no hablamos de todo esto cuando hablamos de amor amén de que, normalmente, hablamos de todo esto como derivación subordinada a que hablamos de lo otro.
Un análisis cuantitativo nos dará como resultado un porcentaje poco significativo de usos del término amor para referirnos a la leyenda urbana de la pareja feliz, o a la propuesta personal nunca concretada que pretende ser el aval de un individuo e particular. Si acumulamos todas las propuestas individuales tendremos un número respetable de referencias. Pero recordemos que, para que puedan competir por constituir el verdadero significado sociocultural del término “amor”, deberían hablar todas de la misma propuesta y, por definición, ellas se señalan a sí mismas como distintas (único rasgo que en realidad las define y que, paradójicamente, las hace iguales al resto). En cuanto a los otros usos, rarísimamente aparecerá para referirse al sentimiento de armonía cósmica (bueno rollo interestelar), y sólo unos pocos afortunados encontrarán aún quien les hable del amor de dios sin dedicarse profesionalmente o ser marginados sociales que se refugian en el afecto de ese amigo imaginario.
Dos críticas, por tanto, a los que desvían el discurso del amor para salvar su culto. En primer lugar, al abuso de la polisemia para eludir el problema. Quien nos dice que dios debe inspirarnos a la hora de resolver nuestras relaciones sentimentales, o que debemos respetar a nuestra pareja como se respeta un parque natural, o que mantiene un contacto lejano con alguien que conoce de oídas una pareja feliz de la que ha aprendido a hacer feliz a su pareja, todos éstos, están hablando de otras relaciones que, precisamente porque no están espontáneamente presentes en el discurso ciudadano, podemos deducir que, en comparación, sólo nos interesan testimonialmente. Ni quiero entenderme con dios, ni con los elementos, ni mucho menos contigo, podremos contestar. Quiero entenderme con unas personas determinadas que me importan más que las otras tres cosas juntas y de las que, sin embargo, estoy dramáticamente separado.
La segunda crítica no se refiere a la jerarquía sociocultural, sino a la ontológica. Yo ignoro si, en algún momento, el ser humano necesitó más amar a dios que a los otros seres humanos, o si alguna sociedad necesito o necesita más amar a la naturaleza que a sus congéneres (aunque dudo mucho ambas cosas). De lo que estoy seguro es de que hoy día la polisemia del amor brota del concepto de amor romántico-matrimonial, y la prueba cualitativa es que todos los amores no son, al final, otra cosa que afectos exaltados con la función de conducir al individuo a un acto de entrega insensata. Nuevos guiones ciegos, en definitiva. Eso sí, al lado de la gran película del amor, apenas cortometrajes chuscos.
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