Por fin alcanzamos la victoria, y por fin podemos entregarnos al anhelo que nace de nuestro enamoramiento, a ese éxtasis llamado amor. Ha llegado en el momento oportuno, pues nuestro esfuerzo se había prolongado casi hasta la extenuación. El éxito es sin duda el premio a la fe y la dedicación, ya que todo hasta ahora nos había salido mal (habiendo puesto nuestro mejor empeño) hasta que, ya casi perdida la esperanza, se produce el milagro en el que siempre creímos, el que siempre creímos que nos merecíamos. La puerta de la celda se abre y ¡ahí está el príncipe!
Toda relación amorosa dará comienzo con ese éxtasis, que durará tanto como la idealización logre eludir a la realidad. Los dos individuos iguales disfrutan del espejismo recíprocamente alimentado de estar siendo queridos por el mejor de los congéneres, demostración, y ésta es la verdadera fuente de placer, de que ellos son también los mejores.
El enamorado correspondido tardará un tiempo en asimilar su dicha, viviendo aún en el pánico de que su felicidad sea un sueño. Esta ansiedad, la del primer periodo del amor, se traduce en la experimentación de una alegría infinita a cada manifestación de afecto del otro, cuyo valor estrictamente afectivo nos es, en realidad, indiferente. Dicho afecto, la atención del otro, es la confirmación de que el milagro sigue ahí, es una nueva declaración de amor tras el periodo de incertidumbre transcurrido desde la última, en el que nuestro pasado de soledad y competencia interminables se cernía de nuevo sobre nosotros. Ese terror del que nos saca el objeto de nuestro amor no es más que el terror que él mismo provoca desde su imprevisibilidad, o provocamos nosotros desde nuestro desconocimiento de él. Es, por tanto, dentro del amor donde se encuentra el terror del que el amor nos alivia. En la medida en que atribuimos la felicidad a lo desconocido, lo desconocido nos aterroriza y nos rescata con su libertad imprevisible, generando la ciclotimia propia del enamoramiento, necesaria para producir la dependencia que dará alguna garantía de supervivencia a la pareja.
Ésta será, en adelante, la etapa mítica de la pareja. Aquella que justificará, por perfecta, la tolerancia de la insatisfacción futura; aquella antes de la cual sólo quedará la tiniebla terrorífica de la soledad. En ella se producirá de forma espontánea el deseo furioso de poseer de una vez al otro, tan escurridizo, y para ello no se escatimarán atenciones ni sacrificios. El que ama se entrega con todo, sin regatear nada: tiempo, admiración, fidelidad… pues es tanto lo que espera obtener, que siempre le parece estar pagando un precio miserable. Será más tarde cuando la idealización empiece a sucumbir a la realidad; los dos mundos polarizados, el mundo de nuestra pareja y el mundo restante y vulgar que queda fuera de ella, se aproximarán, empezando la pareja a ser mundo y dejando de ser amor.
Transcurrido el periodo mítico y la asunción estable del valor divino que el otro nos confiere en tanto que divinidad que nos elige, surge la época de la tensión entre dioses. Ambos lo son ya, y sólo a su igualdad en la cumbre se puede atribuir el encontrarle al otro la menor pega. Perdida la necesidad de que el otro nos eleve por sobre los demás, pues nos hemos instalado en las alturas, finalizada la exaltación del vuelo, nuestro juicio comienza a recuperar la sensatez. Lo que era la imperfección de la perfección reduce paulatinamente su categoría hasta aproximarse con gravísimo peligro a la más rutinaria de las normalidades. Nuestra pareja destaca cada vez menos por sobre el grosero mundo del que nos aislábamos en sus brazos. Un día miramos sus pies y… ahí están otra vez: los repugnantes y vulgares, repugnantes por vulgares, pelos del hóbbit.
Pero es demasiado tarde para la verdad. El camino recorrido para llegar hasta la pareja fue tan prolongado y trabajoso, los contendientes llegaron a ella tan agotados y heridos, el posterior periodo mítico ha sacrificado tanto esta vez la intensidad a la extensión que, a su fin, la pareja ya ha huido hacia delante convirtiéndose en proyecto de vida, comenzando sus inversiones a largo plazo y sustituyendo con ello la ética improvisada de la fe en el otro, por los estatutos ente socios copropietarios de una empresa.
Nos salvará entonces un concepto irrisorio e inaceptable para quien conserve la más mínima fe en sus fuerzas: el de “segundo amor”, también llamado “verdadero”.
Si el amor no es esto, entonces no habrá amor para nosotros, por lo que igual nos da negar cualquier otra cosa con pretensiones de serlo. Amor será, por tanto, eso que ahora tenemos, y la diferencia sustancial con lo que esperábamos debe ser entendida como un descubrimiento, como un nuevo logro de nuestra “madurez”. Aquello en lo que estamos embarcados, y cuya subsistencia nos es vital será, a partir de ahora, el “amor” presente, material, existente y demostrado. Una vez en él la idealización se vuelve secundaria, pues nuestras aspiraciones no apuntan al cambio sino a la conservación de lo presente en la medida en que sea soportable, es decir, a lograr ver como soportable lo presente. Habrá, sí, que describirlo en términos positivos, para explicar nuestra elección ante nosotros mismos, pero podremos reconocer sin pudor sus miserias, como reconocemos que el diamante, siendo es el más deseable de todos los bienes, no es agradable como, por ejemplo, condimento.
Amarse será no tratarse mal, sentir afecto esporádicamente, reconocer al otro como el compañero que recorre con uno la vida, aceptar al otro como es, no querer saber, no necesitar ser entendido (ése es el famoso “espacio personal” que los amantes prácticos establecen como primer movimiento adaptativo)… la habilidad de cada uno para extraer de su experiencia de pareja la idea que se convierta en mantra salvador de la rutina más evidente, la persecución de una clave que legitime el más inesperado de nuestros conformismos (pues éramos conformistas en todo ¡menos en el amor! Recordémoslo) es fuente de una interminable serie de ingeniosos elogios del tedio y, en muchos casos, incluso del desprecio, que lamentablemente nunca me he dedicado a recopilar con el interés que merece y no puedo pormenorizar aquí en toda su riqueza.
A medida que es el segundo amor el que se asienta, a medida que estamos seguros de que no perderemos lo que no nos podemos permitir perder, ahora que estamos del otro lado de nuestro mejor momento como aspirantes a ser amados y el exterior nos parece cada vez más peligroso y desolador, a medida que vamos descubriendo en el otro los síntomas de la resignación exitosa a cada una de esas cosas que en su momento nos parecieron amenazadoras para nuestra condición de merecedores del amor, y que siempre hemos considerado en los otros como miserias, a medida que nuestra frustración sexual va manifestando indicios de ser soportable indefinidamente, merced a pequeños (o grandes) trucos desarrollados desde dentro de la pareja (que no de la relación); a medida que todo esto va sucediendo, una idea toma forma en nuestro pensamiento de modo cada vez menos secreto: nos hemos equivocado; no era esto lo que buscábamos, ni repetiríamos nuestra decisión si tuviéramos de nuevo la posibilidad de elegir. Pero ya no la tenemos, y eso nos permite refugiarnos en el recuerdo de una cierta persona desenterrada del cementerio de los olvidados, que pudo haber sido; debió, tal vez. Ése nuevo caballero es ahora Paris, taimado, secreto, seductor y pecaminoso, que nos raptará del libremente escogido tálamo de Menelao convirtiéndonos ya hoy en desgarrados traidores a nuestro socio más comprometido.
Arrancamos así nuestra enésima idealización, nuestro enésimo y último autoengaño, que alimentaremos y nos alimentará ya hasta el final, pues el amor no nos ha permitido aprender a vivir de otra manera que refugiándonos en ficticias historias de amor.
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