“Con lo bonito que es el amor, ¡mira que estar en contra! Pero, ¿qué se puede decir en contra del amor? ¡Si el amor es lo único que de verdad merece la pena de la vida! Si el amor tampoco es bueno, entonces ¿qué nos queda? ¿Morirnos?”
Parecerá que me lo invento, pero esto es una cita, y no la he escuchado una ni dos veces. Ante la idea de que el amor no es bueno hay, mayoritariamente, dos tipos de reacción: el asesinato y el suicidio. Unos quieren matarme a mí, por poner en tela de juicio su proyecto vital; por villano antagonista del bien, directamente. Otros me preguntan si deben morir ellos. Para mi vergüenza confesaré que, de tal cosa, no los disuado.
La atrocidad de la alternativa nos da la medida de la violencia con la que nuestra sociedad se aferra a la bondad del amor. Nuestro problema como críticos no es sólo enfrentarnos al consabido dogma “el amor es lo mejor de la vida”. Una vez desestabilizado principio tan arbitrario, aparece la amenaza de su consecuencia para quien se había comprometido sinceramente con él: a la vida, sin amor, no le queda nada. Entonces, a falta de argumentos que demuestren lo bueno que es el amor, se produce una idealización por defecto: el amor tiene que ser bueno, porque lo mejor no puede ser también malo; el amor tiene que proporcionar felicidad porque, que se sepa, ninguna otra cosa puede proporcionarla; el amor será eterno, porque necesitamos escapar a la muerte y sabemos que nada conocido lo logra.
Cuando vamos realizando todas estas afirmaciones lo hacemos ya desde cierta incredulidad, cierta aceptación de lo que no es sino un sucedáneo de esperanza. Sentimos, cada vez con más claridad, que nos apoyamos sobre un decorado que primero fue de piedra, después de cartón, y ahora no es más que un frágil papel a punto de ceder a nuestro peso. Nuestros músculos agarrotados, que nos sujetan disimuladamente, transmiten un mensaje inequívoco: si te dejas caer sobre el amor, éste no logrará sostenerte.
Esos desesperados son su propia refutación. Está de moda utilizar la imagen de El Coyote corriendo sobre el vacío, a punto de precipitarse en él, para representar a quienes aún creen en la sostenibilidad de nuestro sistema socioeconómico ante la evidencia de su destino catastrófico. Podemos decir que los retratados aquí son los coyotes del amor.
De los lobos hablaremos pronto.
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