Llegamos al mundo poniendo en práctica el individualismo más estricto, y sólo poco a poco comprendemos que la igualdad de los otros va en serio. Los otros, esas herramientas de uso más complejo que nuestras manos o nuestros pies, porque tienen la capacidad de actuar de modo independiente. Los otros, que nos convierten a nosotros, a veces, en sus manos y pies, haciéndonos desear su ausencia, aunque ello tenga como consecuencia el dejar de poder instrumentalizarlos.
Afortunadamente, seremos educados en una adaptación a nuestras posibilidades considerablemente eficaz. Nuestro instinto nos conducirá a desear ilimitadamente, pero aprenderemos las ventajas de racionalizar nuestro deseo; de desear sólo aquello que realmente nos es útil y, de entre lo útil, sólo a lo que de manera factible podamos aspirar. La cultura de masas seguirá tendiendo trampas a nuestra ambición frustrada, seguirá diciéndonos que deseemos sin freno, porque el deseo mismo es la garantía del logro. Pero nuestra razón crítica ha despertado, al menos en alguna medida, y contrarresta de modo consciente una suficiente cantidad de esos mensajes como para conservar el sentido más útil en nuestros esfuerzos. Una cierta cantidad de represión completará la adaptación, haciéndonos olvidar el deseo cuando éste es demasiado doloroso, pero conservando nuestro juicio crítico a la hora de determinar la opinión que nos merece nuestra situación de satisfechos a medias. El individuo normal no es tan estúpidamente frívolo como para desearlo todo, ni tan estúpidamente acrítico como para considerarse feliz con lo que tiene.
Con el amor no tendremos esa suerte. En el complejo entramado de necesidades y deseos que el sistema satisface y frustra, y mediante el que, además, nos motiva y controla, nos ayuda y nos estafa, en dicho sistema, el amor debe realizar el desagradable papel de espejismo canalla gracias el que una importante cantidad de las más insoportables frustraciones quedan olvidadas y, por tanto, reprimidas. En nuestro sistema ideológico el amor será, por antonomasia, el lugar al que desplazar la eficacia no alcanzada, la libertad no canalizable, lo que le sobra al ser humano cuando el sistema no puede ya ofrecerle seguir siéndolo si quiere que cumpla su tarea de pieza solvente en la perpetuación. En pocas palabras: el basurero.
Y, para que el basurero contenga su basura, ésta deberá quedar sellada por la más hermética e inexpugnable de las barreras. Para que el individuo deje reposar allí su frustración sin pugnar por liberarla, el basurero deberá ofrecerle el mayor de los atractivos. No valdrá cualquier entretenimiento; el amor por sí mismo, con sus ventajas e inconvenientes, sus noblezas y sus miserias, no sería suficiente. Para que el amor compense de la opresión, el basurero tendrá que idealizarlo.
La propaganda que anima a desear el éxito social en su forma completa y perfecta, es decir, aquella que anima al triunfo del individuo sobre todos sus congéneres, la figura del mendigo-rey, tiene una repercusión insignificante si se compara con la del mendigo-Paris (valga el personaje de la Ilíada para dar nombre a la figura), aquel que alcanza el amor del congénere más deseable de entre todos los conocidos. Así, el caballero que mata al dragón lo hace para lograr el amor de la princesa, primera dama del reino; la chica que cambia de imagen logrará con ello ser pretendida por el capitán del equipo de fútbol, cumbre del éxito social del instituto; el joven que aprende a bailar no puede con ello sino aspirar a obtener un reconocimiento del grupo cuya máxima expresión es recibir el primer premio en materia de pareja.
La figura poética, infinidad de veces repetida en todo género de música popular, “si te tengo a ti lo tengo todo”, junto con su inverso, “nada tengo si no te tengo a ti”, es a la vez expresión y mecanismo para la reproducción de esta fantasía (el castizo “contigo pan y cebolla” resulta menos extremo, y parece moderar su componente propagandístico con la idea realista de formación de equipo mediante el que enfrentarse a las adversidades). Efectivamente, será ése nuestro escapismo más recurrente. Allí donde el mundo no nos haga felices, acumularemos tarea para esa persona a la que accederemos mediante el ejercicio absolutamente espontáneo, irracional, caprichoso, incontrolado, de nuestra libertad de elección.
Así, nuestra maduración es acompañada por un omnipresente discurso de refuerzo a nuestro instinto individualista. Se nos hace crecer, debe decirse, mediante la inmadurez misma, sustituyendo cada una de las feroces ideas del animal solitario por eufemismos que pretenden reflejar un incremento, perfectamente ausente, del nivel de cooperación. Es este individualismo propio del recién nacido, que habita, disfrazado, el pensamiento de cada adulto, lo que se esconde tras eso que llamamos, henchidos de admiración y entrega, la inefabilidad, la ceguera, la locura del amor.
Animados y legitimados por nuestra cultura, nuestras ilusiones se lanzarán como depredadores hambrientos sobre lo que consideremos que representa el mayor de los logros. De nuestro mejor vecino a nuestro mejor compañero de colegio, de él al mejor del barrio y, un día, al mejor de todos los individuos susceptibles de ser deseados de los que jamás hayamos tenido noticia por cualquier medio. Alguien muy famoso, casi seguro.
Si nuestra fantasía alcanza a dibujarse la relación misma, entonces la idealización extenderá su presencia. Seremos, lógicamente, amados, admirados, protegidos y potenciados por nuestro objetivo, una vez lo atrapemos, hasta los límites de lo posible. Esto nos reportará, no por casualidad, la apertura de las puertas del mundo, que dejará de poseer la capacidad de cerrarse a nosotros de forma alguna. Cuando logremos nuestro amor podremos, literalmente, hacer lo que queramos.
Si la idealización persiste intacta más allá del despertar sexual, es decir, si la conciencia del sexo aparece por noticias externas, y no mediante la experiencia directa, dicha conciencia se convertirá en una víctima más, seguramente la más sacrificada, de una ambición desmadrada. Símbolo máximo de la unión en la pareja, su realización será la culminación de la misma y, al serlo, de nuestra vida entera. El sexo realizará el amor, y éste la vida, mediante el amor de nuestra vida, con quien haremos el amor. Mediante la aparición del sexo, el sentido de la vida se desplaza una vez más de lo grande a su símbolo. Lo hubo hecho ya de la vida al amor, y ahora lo hace del amor al sexo. En la exacerbación de este esquema de diana en el que acertar en lo pequeño constituye de por sí el éxito en lo grande, el nodo de todas las líneas de fuerza del universo aparecerá en el hito del orgasmo simultáneo. Hace tiempo que tuvimos la suerte de que los sexólogos se apiadaran de nosotros dispensándonos de la obligación de corrernos a la vez que nuestra pareja para poder considerarnos felices. Lo que desde entonces ha dado en llamarse “buen sexo” se ha vuelto algo más flexible, aunque nunca seriamente crítico. La diana se desenfoca, pero no se corrige.
Con estos mimbres aparecemos en el mundo. Caballeros y princesas dispuestos, por enésima vez en la tierra, unos a escalar la torre, otros a ser sacados de ella. Nuestra incomparable belleza, nuestra fuerza invencible, la nobleza de nuestras armas, la excelencia de nuestras virtudes, derribarán esa muralla que nos separa de la felicidad encarnada. Entonces las princesas se dispondrán a esperar. Y tardarán mucho, mucho tiempo en descubrir que no se encuentran en la torre de un alto castillo que se recorta contra el paisaje y al que el mejor de los caballeros se dispone ya a asediar, sino olvidadas en la más profunda mazmorra de una guarida perdida en tierra de nadie, que nadie encontraría si, en el mejor de los casos, pretendiera buscarla. Mientras tanto, en algún lugar, tal vez próximo, el caballero se mirará a sí mismo para descubrir que no tiene mejor presencia que la de un miserable hobbit, ni más arma que la resistencia de sus pies. Ante sí, para su sorpresa, no aparecerá castillo alguno. Sólo entornando los ojos llegará a intuir, más allá de innumerables regiones hostiles, cada una más tenebrosa que la anterior, cada una más dispuesta que la anterior a hacerle sucumbir, una torre oscura iluminada por un fuego sobrehumano. Hasta allí deberá llegar, porque allí, ¿en qué otro sitio?, debe de estar el amor, y por alto que sea el riesgo, por improbable que sea el éxito, ¿qué otra cosa merece la pena hacer que intentar conquistarlo?
Pero, de todos los hobbits que somos albergados por el mundo, sólo uno es Frodo: el de la película para niños.
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