Nos habíamos enfrentado a un problema ideológico y moral cuya salida pasaba sólo por un cambio de opinión. De poco nos va a servir lo que opinemos cuando aparezcan los celos. El desenlace será el mismo para quien crea en la monogamia que para quien pretenda desterrarla de su vida. Ella se impondrá, por las buenas o por las malas, porque cuenta con la fuerza temible de los celos.
No todos somos arrojados a la vida sentimental con la misma disposición. Obviando las diferencias (notables) de género, digamos que el proyecto de la monogamia o, mejor, el de la reproducción estructural, sea cual sea la estructura, presenta, en cada individuo, diferentes niveles de aceptación a priori. La capacidad crítica de cada uno, su sentido de la libertad, determinará la intensidad de su enfrentamiento con la ideología sentimental dominante allí donde la considere imperfecta. De esta ideología recibirá un alud de propaganda a favor y un sinfín de refutaciones en forma de fracasos a su alrededor. El resultado del conflicto entre ambas fuerzas será un individuo más o menos suspicaz o, incluso, un rebelde.
Su propia vida sentimental vendrá a limar asperezas. Crítico o no, tendrá que abordar sus experiencias imitando el modelo en alguna medida, y no pudiendo evitar que lo imiten sus sucesivos compañeros sentimentales. En algún inolvidable episodio de esa emulación, harán los celos su aparición estelar. Es complicado rastrear sus manifestaciones primitivas en diversas formas de envidia, de lucha por la propiedad y de aprendizaje de emociones, pero no lo es tanto determinar el surgimiento de los celos románticos en su forma plenamente definida y madura.
Un día, nuestra pareja nos dirá que sufre. La contemplación de su estado, si somos receptivos, nos resultará demoledora. Comprenderemos dos cosas. Una, que somos la causa de un sufrimiento completamente real. Otra, que el único modo de evitarlo es aceptar una merma draconiana de nuestra libertad. Tendremos, por fin, servido el explosivo cóctel de la monogamia: nuestro mejor amigo convertido en nuestro mayor obstáculo. La culpa, además, no será suya, que poco logrará incluso tras evidentes esfuerzos por controlarse. Seremos nosotros los únicos que podremos hacer algo. Y con la responsabilidad irá la culpa. Ahora ya todo dará igual. Cualquier solución de compromiso irá acompañada por el castigo del remordimiento, da igual si utilizamos la solución del término medio, la de la mentira, la del refugio en la fantasía secreta… Donde antes había ilusión ahora siempre aparece la mancha del dolor del otro.
O, un día, seremos nosotros los que nos encontraremos con una angustia que no podremos ya controlar. Nuestra vida se convertirá en una humillante obsesión y todo lo que querremos de nuestra pareja será la posesión absoluta, la garantía imposible de que no hace ni piensa aquello que sabemos que hace y piensa. Y entonces le diremos que sufrimos. Para nuestra sorpresa, nuestro compañero amado no se entregará en cuerpo y alma a sacarnos del agujero. Él buscará “una solución buena para ambos”. Pero nosotros sabemos que la solución no hay que buscarla, que ya está encontrada, y reposa íntegramente en sus manos. Sufriremos, no hay más, si él no decide hacer aquello que nuestras emociones nos dicen que, como pareja, debería hacer espontáneamente. Y, si lo decide, se agotará en el intento hasta verse forzado a mentir, porque lo que nosotros realmente queremos, ni nosotros podemos ofrecerlo.
Estos son los dos caminos por los que los celos llegan a nuestra vida. Y una vez que lo hacen, una vez que nos convencen de que hemos vivido una experiencia en la que el amado era el enemigo, se acabó la confianza para siempre. Ellos se nos ofrecerán, a partir de entonces, como supervisores generosamente voluntarios de la honestidad del otro. Si fue celoso, ahora tenemos derecho a serlo nosotros. Si fuimos nosotros los celosos, perdimos el derecho a negociar la libertad.
Y su informe siempre será el mismo: “No te fíes”. Con los celos bien aprendidos por ambas partes, las relaciones dan ese salto de madurez que es pasar de basarse en el no querer a basarse en el no poder. No habrá ya relación buena, compañero honesto, persona de fiar. Solamente enemigo al que dominar para que nuestra vida sea, al menos, vivible. Todo el que tiene una experiencia sentimental mínimamente extensa, todo el que no se oculta la realidad con recalcitrante obstinación, sabe que, si su pareja no le engaña, es porque no puede. Y esa pérdida de libertad de nuestro compañero es nuestra victoria. Su libertad nos cuesta la nuestra, pero, a estas alturas, nos merece la pena.
Los celos son el cuerpo policial que acompaña al conflicto interpersonal de la monogamia. Tarde o temprano, la guerra ha de acabar. Nuestra vida sentimental no puede ser una batalla continua. El objetivo original fue el afecto y casi lo hemos olvidado y perdido para siempre, así que aceptamos la paz vigilada como solución más próxima. Una vez en ella, saldremos impunes sólo de pequeñas faltas, de transgresiones simbólicas, incapaces de amenazar al sistema; pero si delinquimos realmente nos descubrirá y, cuando lo haga, seremos aplastados.
En todo ese proceso, nunca hemos podido concedernos la oportunidad de proponer un nuevo modelo porque, prácticamente desde el principio, surgieron conflictos de una violencia inesperada, y resolverlos fue mucho más urgente. Ahora, en la paz, y si nuestras fuerzas todas no han sucumbido ya, concebimos la incipiente esperanza de planificar un trabajo por la libertad que no se base en el engaño. Pero la policía implantada por los celos, a sueldo de la monogamia, no sólo vigila a los infractores, sino también a los que amenazan al sistema mismo y, si bien nos dejará fantasear sin fe, caerá sobre nosotros con todo su peso si sospecha siquiera que una intriga real urde cualquier cambio. El exterminio de las alternativas es siempre el horizonte y, a cada paso que damos, sea cual sea la dirección, se acerca.
Nada que hacer contra los celos. Pero, como diría la otra policía: “No somos enemigos. No estamos para vigilar, sino para proteger”. Por una vez, será verdad, y ahí radicará la solución. Un par de textos más y tropezaremos con el insólito panorama de que los celos ejerzan de protectores de la libertad.
Nuestros amigos los celos.
6 comentarios:
Me pongo sobre otra perspectiva en la que el amor sería ajeno a los celos. El amor viene a dar sin interés, y al no prever nada a cambio su plenitud (volitiva para el caso) no deja espacio para otras "búsquedas corrosivas".
Una amiga lectora tuya ocasional se pregunta cúal es la gracia de un amor sin exclusividad, sin celos, etc. Traduzco a mis expensas: ¿cómo se juega un juego sin reglas?
Si el amor como entrega desinteresada es un ideal, entonces necesitamos otro nombre para las relaciones reales tal y como las vivimos. Si es el componente determinante de las mismas, entonces el desinterés es falsado por la presencia universal (activa o latente) de los celos.
Pero negaré la definición misma. El amor, cuando se entiende como entrega desinteresada, no lo es sino en la medida en que resulta correspondido (especialmente para que aparezca hasta los niveles máximos que corresponden a la pareja). Queremos "desinteresadamente" a quien nos quiere a nosotros, es decir, no pedimos nada porque confiamos en que, si nos dan amor, el resto está garantizado. Amamos porque confiamos en que el amor blanquea nuestra inversión. Actuamos como partes contractuales que se fían de gestores y abogados.
La verdadera cuestión es cuál es el balance neto de los celos, restando los perjuicios a las satisfacciones. Para contestarla debemos aclarar en qué consisten éstas.
Los celos son fuente de placer en dos formas. La primera, la funcional, es decir, cuando cumplen con su cometido de conservar la estabilidad de la pareja disuadiendo de otras relaciones. La segunda es la imitación forzada de la primera mediante el simulacro del peligro: dar celos para captar atención o sentir celos como ratificación del valor de nuestra pareja. En este caso reflejan la incapacidad de la relación para proporcionar dichos placeres por sus propios medios. Es aquí donde la idea de “juego” manifiesta su perversión: sin un entretenimiento añadido, la relación monógama agota su interés en su propia aceptación.
Como recordaréis, en el último plano de El Apartamento, Shirley McLaine acepta la apasionada declaración de Jack Lemmon con un cortante “No diga más, y juegue”.
Y Como se logra una restructuración después de tener los celos aprendidos e incluso justificados.??
La idea que da soporte a los celos es la de que la fidelidad sexual es una obligación allí donde se establece cualquier tipo de pareja, de “gamos”.
Quienes eliminan dicho soporte y quieren vivir renunciando a la fidelidad, tanto propia como de la pareja, descubren que, aunque se rechaza el deseo de exigir fidelidad, este deseo permanece. La razón es que vemos que nuestra renuncia a exigir fidelidad nos convierte en víctimas de quienes obtienen de dicha renuncia un gran beneficio sexual.
Si decido que no importa que mi pareja tenga relaciones sexuales con otras personas, y la consecuencia es que ella las tiene y yo no, no tardaré en experimentar esa aversión hacia la injusticia que llamamos “indignación”.
La libertad sexual debe ir acompañada de equilibrio entre las partes, de justicia, en definitiva.
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