viernes, 26 de agosto de 2011

CONTRALOVE FILMS presenta: el amo del calabozo

            
            LUNAS DE HIEL
 
            Tengo la sensación de entrar en terreno pantanoso. La historia que pretendo analizar no deja espacio sin culpa, de modo que mi imprudente hábito de aspirar a distinguir el bien del mal será siempre en ella sentarse en la silla del acusado con poca esperanza de absolución. Roman Polanski, fiscal de sí mismo, disuade a cualquiera que pretenda mostrarle simpatía. Pero, en fin, a nosotros no nos queda más remedio que dar de comer al monstruo.
            La historia pretende plantearnos un laberinto sin solución. Desde el punto de vista del espectador, una simetría especular entre dos modelos de pareja en la que cada imagen envía, mediante impetuosa repulsión, a su invertida. Desde el punto de vista del sujeto (a la silla), un laberinto de círculos concéntricos de mayor a menor energía vital del que han desaparecido los anillos intermedios. En conjunto, un puzzle de parejas. Cuatro piezas combinables susceptibles de revelar nuevas facetas de la paradoja del amor en cada uno de sus encuentros.


            Y esa doble perfección geométrica pretende justificar otra consecuencia formal, ya plenamente tendenciosa: el sujeto, para serlo, para no ser sólo un punto de vista, como el doctor Harford de Eyes Wide Shut, sino el auténtico héroe activo que toma las riendas de su destino, debe situarse en el cuadrante más plenamente pasional, pues los otros tienen todos un componente de pasividad que legitima siempre convertirlos en comparsas. El autor no quiere que lleguemos a comprender que, para él, sólo el cinismo conserva sentido, y nos distrae con su pequeño juego de figuras-personaje que, por ser humanos, son sólo infrahumanos.
            Una vez aquí, en el centro de la telaraña, empieza el infierno para Óscar-Polanski. Él partirá de la absoluta inocencia, no guiándose por otra cosa que el más honesto de los impulsos pasionales. El ardor del espíritu irá seguido de su satisfacción en la posesión del cuerpo y, tras él, de la exacerbación de la entrega. Surge entonces la inevitable maldición del fin del deseo, siempre sorprendente y siempre acompañada por la crueldad de la ruptura en la simetría emocional. Mimí encarnará el rol femenino tal y como éste se representa en la mentalidad del hombre hastiado: nunca hubo verdadera complicidad; Mimí, desde la inocencia virginal, sólo obedecía con entrega perfecta los designios del hombre que aspiraba a convertir en su compañero eterno. Se extingue en el abandono; no hay nada después. Haber sido amado por ella implica ser siempre su tutor.
Llegado a este punto, Polanski cruza la frontera del realismo para tender una de sus trampas morales: Mimí ofrece la esclavitud como único modo de sobrellevar su presencia perpetua. Óscar acepta, cometiendo un espantoso pecado de soberbia y crueldad pero, nos deja caer, ¿quién habría podido resistirse al provisional saneamiento de conciencia que es dejar de ver llorar a quien hasta ayer se amó con locura? Todos somos proclives a acabar llevando esa falta encima. Al menos, los que realmente amamos.
El protagonista ha seguido a rajatabla la reglamentación del amor y, sin embargo, está condenado. ¿Qué hacer, por tanto, con el caballo desbocado de la pasión? Parece que sólo hubiera dos alternativas. O dejarlo galopar libre, amando hasta donde alcance su espíritu grandioso, y aceptar después su desgobierno y degeneración final, o atarlo corto y vivir un amor famélico, inexistente, degenerado también por la hipocresía y la estupidez, por el insulto a la vida que constituye el desperdiciarla, el aceptar la derrota antes de haber intentado alcanzar el triunfo, como han decidido Nigel y Fiona.
Está claro que la tesis de Polanski incluye que se debe morir matando (como la penúltima secuencia materializa sin eufemismos). Pero si el juego de espejos empezara a agrietarse, pronto descubriríamos quién se oculta detrás. Para evitarlo construye otra de sus tortuosas maquinaciones: ¿Y si el problema de los ingleses no fuera su mezquindad? ¿Y si toda su luna de hiel no fuera más que la experiencia traumática que siempre necesita el hombre para aceptar la bendita maternidad? ¿Y si su vida estuviera lista para recobrar el sentido desde el momento en que tuvieran un hijo? No sabemos si Nigel ha presentado esa resistencia cansina a ser padre que acaba siempre con la claudicación, o si su esterilidad emocional lo lleva a obstinarse en volver a pecar contra la vida. Lo que está claro, y se trata de un nuevo truco, es que él representa el extremo de la negación, simétrico al extremo de la aceptación que encarna Óscar.
Curiosamente, el reparto de polos deja a Fiona en una interesante posición moderada, permeable… no sólo propensa a encontrarse con Mimí sino, en un horizonte ideal, a constituir la compensación perfecta para Óscar. Así, Lunas de Hiel se convierte, por momentos, en una declaración de amor a la figura de la mujer inteligente  y moderada capaz de un acto de pasión salvaje tanto como de la contención necesaria. Pero que no nos dejemos conquistar: Óscar-Polanski ya ha presentado previamente su tarjeta de donjuán, y ésta es sólo su actitud natural hacia esta mujer “otra”, por distinta a la que tiene y por estar, por el momento, en distintas manos.
            Seguramente Polanski haya imaginado alguna vez su película como una gran historia de celos por la no posesión de su verdadera media naranja. Celos de Nigel, contra quien concibe desde el principio un ataque fenomenal y demoledor que pone de manifiesto su total superioridad; celos de Mimí, si rival inesperadamente natural, que le recuerda que son los semejantes los que se atraen, y no los opuestos, y a quien asesina en tanto que rival.
La tórrida relación de Mimí con Nigel sólo es una prueba de fuerza. Por un lado, el espectador-juez que odiaría a Polanski si descubriera quién es, es humillado por la grandeza de la pasión a la que él mismo no se atreve a entregarse. Por otro, se le da forma a esa experiencia. La lección es muy completa: teoría y práctica. Y al director no le intimida dividir el punto de vista. Uno es el suyo, narrador omnisciente y, a la vez, infinitamente ajeno. El otro es Nigel, en cuya mirada y deseo estamos presos, con cuya mediocridad y rutina nos identificamos hasta la humillación, ignorante de todo, víctima de todo. Polanski nos dice: “Me juzgaréis, ¿cómo evitarlo?, pero seréis un tribunal de gusanos”.

A medida que vamos pelando la cebolla pierde fuerza la tesis con la que Polanski intenta distraernos: todas las maneras de abordar el amor llevan a la infelicidad. El apasionado morirá de pasión y el aburrido morirá de aburrimiento.
Esta idea, en sí dramática pero respetuosa con el igualitarismo y la libertad individual, deja paso, una vez descubierto el juego, a otra políticamente mucho más incorrecta, más deforme y cruel, más intolerable y amenazadora para quien la alberga: ser coherente con el amor lleva a la desgracia, pues el entusiasmo es voluble y la mujer, cuya vocación es familiar, lo convertirá siempre en rutina y, por ende, en muerte.
Parida la bestia, y siendo su amante padre incapaz de destruirla, sólo le queda encerrarla en una arquitectura suficientemente confusa como para escapar a la mirada de sus víctimas.

1 comentario:

El antipático dijo...

"El matrimonio es una cadena tan pesada que hacen falta lo menos tres para sostenerla", Alejandro Dumas, padre.