Hasta hoy hemos abordado la salida al laberinto en el que el sexo nos atrapa mediante dos estrategias basadas en la reducción de su poder. Tanto la designificación del sexo como la práctica de un sexo sin objeto de deseo tienen como consecuencia una experiencia más abierta pero también más serena y limitada a sí misma. Este sexo menos ambicioso permite que el contenido principal de las relaciones se desplace hacia el lugar que le es propio: la comunicación. Relacionarse será, nunca solo, pero sí sobre todo, y organizándolo todo, contarse. Tanto el contenido de lo contado como la capacidad para contarnos crecerán más allá de la casi trivialidad que conocemos y alcanzará las áreas de mayor significación e influencia, algunas de ellas prerrogativas, en demasiadas ocasiones, del sexo. Aspiracionalmente nos contaremos lo que somos, lo que necesitamos ser, lo que buscamos ser, y nos lo planearemos, programaremos y reforzaremos a través de una palabra a la que no le escatimaremos el uso de otros lenguajes. Esa intimidad extrema es hoy presa del sexo y, por ello, pura inercia relacional, simple sentir la intimidad sin capacidad para elegir su forma, su contenido, su dirección; intimidad que lo es hasta que se nuestra mirada la desvanece.
Las dos estrategias arriba mencionadas han recibido la crítica de que con la reducción de su poder el sexo se torna débil también ante sí mismo, es decir, que las prácticas sexuales acaban diferenciadas entre ágamas y normativas, conservando las normativas un atractivo difícil de confrontar políticamente.
La estrategia que añadiré con este texto (el término “estrategia” desnaturaliza la práctica y nos hace olvidar que el sexo normativo también constituye una estrategia) busca debilitar el sexo normativo también por ese flanco, ofreciendo un sexo ágamo no solo más gozoso (eso ya podía serlo) sino más espontáneamente intenso y exaltado. Esa será su virtud, y su defecto el de no contribuir explícitamente a vaciarlo. La resignificación sexual de la que hablaré convive necesariamente con la significación gámica y amorosa que buscamos abandonar, y el peligro de que sea contaminado por ella es elevado. No perdamos de vista, entonces, que manejamos material inflamable, y que la prudencia nos permitirá avanzar más rápidamente que la prisa. Tomémonos lo aquí expuesto, al menos de momento, mientras recorre su indefinida fase experimental, como una forma de combatir el sexo normativo y su tendencia a generar inestabilidad relacional, allí donde este parezca imperar incontestado.
La cultura gámica conlleva el aunamiento de dos cosas difícilmente aunables. Por un lado pretende que el gamos se establezca con quien es nuestrx mejor posible compañerx. Como si de la designación de nuestrx mejor amigx se tratara, elegimos en posición prioritaria a la persona con la que vamos a tener una interacción prioritaria. Por otro, esa persona debe ser nuestro principal objeto de deseo sexual. El sexo no es otra de las cosas que se añaden a la interacción general, entre las que puede haber irregularidades y carencias. El sexo es la numero uno, la que no puede faltar. Ser el principal objeto de deseo sexual esta, en la práctica, al mismo nivel que ser la mejor amistad.
Todxs estamos familiarizadxs con las dificultades que crea esta doble condición casi imposible, y muchxs sabemos que los gamos no son el cumplimiento, no ya de las dos, sino de ninguna de las dos condiciones, toda vez que para no caer en el incumplimiento insostenible de una hace falta renunciar al cumplimiento perfecto de la otra. Así, las parejas no son ni la persona más deseada ni la compañera más cómplice, sino una mezcla de ambas que deja fuera a las personas verdaderamente idóneas en cada uno de los parámetros. A esto se añade un segundo problema, y es que mientras que uno de los factores, la amistad, tiende a veces a crecer, el otro, el deseo, parece tender invariablemente a menguar.
Conocemos varias formas de afrontar el problema de que la pareja no sea nuestrx mejor amigx o de que nuestro deseo se oriente fuera de ella. La primera, la de la monogamia indisoluble, es el voluntarismo: tomar una buena decisión, la mejor posible, y después trabajarla o, en el peor de los casos, resignarse a cómo nos quiera salir el producto, sabiendo que cualquier cambio mejoraría, tal vez, uno de los parámetros, pero difícilmente la intersección entre los dos. La distancia entre esas dos idoneidades y la pareja se resuelve con distancia psicológica entre lxs miembrxs del gamos, falta de confianza, soledad; la famosa soledad de la pareja, la famosa condición de la pareja como fuente de una soledad más intensa que su ausencia.
La segunda es la de la monogamia secuencial: las parejas sucesivas se establecen por destacar en alguno de los dos aspectos, o incluso en su intersección. No es grave que fallen, sin embargo, porque la sustitución se da por segura, y lxs participantes en el gamos solo esperan a que unx de lxs dos se sienta insatisfechx para disolver la formación. La vida relacional se convierte en una cadena de relaciones que entra en contradicción con la primera exigencia, la de la amistad: si las parejas deben romperse periódicamente las amistades que quedan serán malas, regulares o buenas, pero nunca las mejores, porque la mejor debe ser siempre la pareja actual que, a su vez, es consciente hoy de que pronto dejará de serlo. La monogamia secuencial es la renuncia, no solo a vivir el encuentro con personas, puesto que ese encuentro es intercambiable y por ello anónimo y solipsista, sino incluso a construir compañías para la vida, salvo si por compañías entendemos solo eso: meras compañías o relaciones distantes, expulsadas por necesidad de nuestro espacio más íntimo. A cambio, satisfacemos mejor la exigencia de que la persona con la que se forma el gamos sea sexualmente deseada y nos proporcione, así, algún grado de estabilidad. Lo que la monogamia secuencial nos ofrece, como vemos, no son experiencias de desarrollo relacional, sino interinidades en un puesto que permanece siempre sustancialmente vacante e idéntico a sí mismo.
La expansión y formalización recientes de la no monogamia están parcialmente causadas por la búsqueda de una solución algo más sostenible y coherente. Entendida la necesidad de una vida sexual satisfactoria como irrenunciable pero, a la vez, inferior a la de compartir la vida en su conjunto con la o las personas que nos son de mayor agrado, se busca dar estabilidad a estas últimas forzando la concesión de diversas formas de libertad sexual. Podremos desarrollar nuestras relaciones perdurablemente porque el sexo ya no vendrá a exigir su paso al cementerio de lxs ex.
Sabemos cómo está saliendo este plan. El sexo se resiste con uñas y dientes a ser lo que no importa, y las profundas amistades que deben mantener su continuidad al margen de constituir de manera regular el objeto clave de deseo sienten que, cuando se va el deseo, se va, en realidad, todo. La psicoterapia, agradecida.
El deseo liberado no nos está resultando dócil. Por eso, en paralelo a estas estrategias, se desarrollan otras, tanto o más necesarias, consistentes en intentar entender y controlar el deseo sexual.
La más conocida nos habla del sexo como de una práctica de variedad limitada susceptible de convertirse tarde o temprano en rutina. El deseo sería incapaz de sobreponerse a esa rutina, porque nacería del estímulo, el juego y, sobre todo, la novedad. Podemos desear sexualmente si esperamos lo bastante, pero para que el deseo sea alegre, animado y frecuente, hay que darle algo que le divierta, que le haga gracia, un cambio, lo que sea. Tenemos dos tipos de recursos con los que proporcionarlo. El primero es, evidentemente, el cambio de compañerxs. El segundo es el cambio de actividad, la exploración de alternativas, invenciones, cachivaches y, en definitiva, el uso de la imaginación. Así, las relaciones con imaginación sexual aguantarían, y aquellas que no la tuvieran se verían condenadas a dejar de tener relaciones sexuales en el corto plazo, por muy satisfactorias que estuvieran siendo ahora.
Esta teoría blanca lo es porque asume la honestidad del sexo. El sexo es sexo, y funciona como cualquier otra cosa. Podemos aplicarle los criterios que empleamos para la afición por la gastronomía, para el turismo o para el ocio. De entre las muchas debilidades de la hipótesis destaca la de que asuma la diferencia de compañerxs sexuales como una garantía de variedad. Si nuestras prácticas sexuales no cambian lo suficiente habrá que cambiar de persona con la que llevarlas a cabo, como si esa persona, y la siguiente, y la enésima, no estuvieran inmersas, hasta la clonación, en la misma cultura sexual. Pensémoslo: de no tener más conflicto que ese lo resolveríamos mediante la colectivización de la variedad. No nos merecería la pena arriesgar la construcción de vinculaciones estables por renovar nuestro objeto de deseo, porque podríamos lograr que esa renovación resultara inocua. Lo nuevo se ofertaría comercialmente como una terapia, o como un restaurante, entendiendo que la dosis de novedad favorece la estabilidad, que no hay ningún elemento sexual de suyo amenazador, y que todo puede incorporarse. Mucha gente lo hace ya así, pero normalmente sin el control que implica haber cuestionado la filosofía de la conquista y la destrucción y convirtiéndose, por ello, en su víctima.
Se diría, además, que esta teoría de la rutina hace trampas, porque sus dos vías pueden justificarse a posteriori. Lxs que deseen perpetuar el objeto de deseo podrán decir que lo hacen porque sigue siendo suficientemente diferente, haya o no verdadera variación. Lxs que deseen cambiar dirán que la rutina fue una losa demasiado grande, a pesar de todos los disfraces y performances. Que una persona diferente tiene siempre un irreductible algo.
La segunda estrategia apela directamente a este algo. Todo es sexo, salvo el sexo, que es poder. El admirable lema contiene cuanto necesitamos para explicarla. El sexo y el poder no tendrían relaciones paradójicamente consumistas que llevaran a buscar enloquecidamente sexo hasta encontrar que el sexo es la búsqueda de otra cosa y viceversa. Más bien estaríamos ante realidades intercambiables. Todo es sexo, salvo el sexo, que es poder, es decir, todo es poder, pero el sexo lo es más que ninguna otra cosa.
Versiones más amables, o al menos no tan abstractas, nos dirán que necesitamos conquistar, y que sentimos deseo sexual donde el sexo depende de la conquista. Con la conquista lograda, el deseo se agota. Por mucho juego con el que la pareja intente combatir la rutina no logrará renovar el algo. El algo es lo que tiene quien, siendo totalmente rutinarix permanece, sin embargo, inconquistadx. La conquista de este algo, como sabemos, es un combate en el que el depredador puede acabar depredado, con su algo conquistado y su entorno relacional estable arrancado de cuajo. “Salgo a cazar, cariño. Me despido para siempre por si acaso”.
La segunda explicación de la naturaleza del deseo no es incompatible con la primera. Luchar contra la rutina será hacerlo en pos de ese algo que, sin haber sido identificado, se roza a veces mediante la obtención de nuevos permisos sexuales o practicando juegos de poder. La versión blanca sería más bien horizontal y desenfocada. Al verticalizarse, el sexo aparece en su verdadera naturaleza de conquista, traducible toda en poder. Siéndolo, la amistad excelente está condenada a fracasar en su proyecto de generar deseo estable, porque precisamente ella, totalmente entregada, es quien menos puede ofrecer el algo que la necesidad de conquista requiere llevarse a la boca.
De este callejón sin salida nos habla con amargura Sara Torres en este artículo reciente. No es que el deseo se agote. Se agota la persona, y se descubre con ello una fatal incompatibilidad entre el afecto y el deseo. Las cosas estarían, entonces, mucho peor de lo que habíamos imaginado. Como la vida misma, todo debe ser melancolía, porque cualquier alegría, cualquier encuentro, cualquier afecto es, por la intervención ineludible del deseo sexual, su propia muerte. Ya no estaríamos performando amor al mirarnos a los ojos entre quienes saben que se sustituirán por otros ojos que harán lo mismo. Estaríamos mirándonos, siempre, consumiéndonos. Cada mirada gastaría una de las miradas que nos quedan. Quererse no sería quererse sino, literalmente, agotar el afecto disponible. Justo lo contrario de lo que buscamos transmitirnos al hacerlo.
Quienes exponen este doloroso estado de la cuestión no suelen llegar, como he intentado aquí, hasta sus últimas consecuencias. Es más frecuente que ante el callejón sin salida den un paso atrás, moderen el pesimismo y confíen en que la gente implicada tendrá suficiente paciencia y mano izquierda. O lo llevan, como Bataille, al extremo impracticable, y afirman que no hay más deseo que el que nace de la violencia sobre lxs otrxs, y que el deseo sexual definitivo es el de hacerse con la vida completa del objeto de deseo mediante su asesinato. Convierten así el reconocimiento de lo verdadero en la forma más burda de resignación.
En cualquier caso, recordemos: seguimos buscando resolver el problema de la compatibilidad entre el sexo y la vinculación íntima. No tendremos jamás amigxs íntimxs porque nos separara siempre la barrera de nuestro, o su, deseo superior por otrxs, totalmente secreto y doloroso, su desprecio a la cabeza que anima nuestro muy deseable cuerpo o, como colmo del existencialismo trágico, su alejamiento psíquico secreto por el simple hecho de que nuestro afecto ya ha sido conquistado, de que ya nos queremos de manera total.
Espero haber conseguido un contundente y desesperante anticlímax del que se beneficie la critica que me dispongo a exponer. Habrá a quien parezca que pretendo con ella reflotar el gamos. Mi intención, sin embargo, es mejorar nuestra agencia con respecto al deseo, a la estabilidad de nuestras relaciones, y a la franqueza con la que nos encontramos con lxs otrxs.
La teoría de que la excitación sexual depende del grado de conquista y, en última instancia, de sumisión, y que por ello el deseo es propio del campo de batalla, mientras que el afecto es propio del retorno al campamento, presenta la siguiente debilidad que se disimula bien entre lo seductoramente escandaloso de su formulación general: si lo que nos excita sexualmente es la conquista de poder, ¿por qué prestar atención solo a la conquista de poder a costa del poder del otro? Todxs podemos entender la excitación obtenida mediante esa conquista. Pero en algunas de las ocasiones se da la paradoja de que el otro también disfruta. ¿Que está conquistando el otro, si en realidad está siendo conquistado?
El otro, obviamente, nos conquista a nosotrxs. Esa conquista recíproca, susceptible de crear un juego de suma positiva en el que, además, todxs ganan, oculta la que a la larga es la verdadera dinámica del juego. Lxs dos sujetos sienten que ganan porque todavía no han empezado a pagar el precio que se les exigirá por haber sido conquistadxs. Ningunx de lxs dos ha sido despreciadx aún, ni maltratadx, ni abandonadx, ni se le habrá dicho que ya no excita y que debe ser relegadx en favor de otras conquistas.
Pero esta pérdida no es coincidente con la ganancia anterior. Los pasos siguientes a la felicidad de una conquista pueden acarrear una derrota amable o una desproporcionada destrucción. El comercio iniciado mediante el intercambio de conquistas no pone sobre la mesa todo el poder que entrará en juego, sino que se abre a nuevos comercios. Es solo una primera partida, y es posible que su resultado conlleve ganancias para ambas partes, dado que las dos tenían aún algo conquistable que ofrecer, incluso aunque se trate de algo tan extremadamente arriesgado como la conciencia o la voluntad.
El deseo no estaría condenado a su extinción si se pudieran prolongar indefinidamente estos intercambios virtuosos de conquista. Sin embargo, ¿qué más conquistar ahora? Las relaciones sexuales en la cultura gámica son un símbolo de entrega de la vida en tanto que constituyen un mensaje de disponibilidad para compartir la vida. Quien tiene el sexo lo tiene todo. Para la cultura gámica tener relaciones sexuales es tener tanto como existe, porque implica gamos, y el gamos es el límite superior de lo que dos personas pueden realizar juntas. Pero si pensamos que no lo es, la cosa debería cambiar. Exploremos ese camino, entonces.
La realidad es que el sexo, siendo conquista, no siempre es conquista completa. Aunque el sexo es prácticamente incontrolable como puerta que se abre a la simbolización del gamos (incluso aunque las personas participantes lleguen a él convencidas de que no habrá gamos, la simple interacción sexual cuelga sobre sus cabezas el interrogante de quién es más vulnerable al gamos, es decir, quién tiene más interés en repetir) el camino que conduce hasta él suele estar graduado en un numero variable de fases. Más que de una relación sexual, llegar al gamos es consecuencia de varias relaciones sexuales sucesivas densamente significativas, entre las cuales tienen lugar otras que solo reafirman y estabilizan la fase alcanzada. El sexo no solo lleva a ser pareja. También lo hace a ser amantes, rollo, follamigxs, o a “estarse conociendo”. Todas estas categorías son, nos pongamos como nos pongamos, fases previas. Lo que nos interesa de ellas es que fragmentan la conquista. Allí donde existen, el sexo no puede conquistar de una sola vez. Hacen falta, al menos, dos relaciones sexuales espaciadas en el tiempo y cuya capacidad de generar deseo se extiende a un número indefinido de relaciones contiguas. Para reforzar la hipótesis disponemos del indicio de que los cambios de fase relacional no solo son constatados en el sexo y a través de la renovación de la motivación sexual, sino de que en muchas ocasiones son huidas hacia delante en busca de esa misma motivación: si como amantes ya no nos deseamos tenemos dos opciones: o dejar de vernos o hacernos novixs.
Pero es que ser novixs tampoco es el final del camino. Toca hablar de los proyectos en común, y sobre todo del de crianza, como fuente de excitación. No la expongamos en los habituales términos de añadido o de distracción para una pareja acabada. Actualicémonos: tener pareja no es ya garantía de disponer de madre o padre para futurxs hijxs. Nunca lo fue del todo y sigue siéndolo para algunxs, pero quien crea que la relación sexual que ha producido su pareja le proporciona automáticamente una oferta de crianza está desperdiciando la excitación que su vida sexual está en condiciones de ofrecerle. Conquistar a una pareja no es lo mismo que conquistar a un/a xadre.
Una vez concluido que en la cultura monógama la conquista no se reduce a una sola fase y que, por tanto, la funesta teoría de la excitación a través de ella ofrece más longevidad de la que esperábamos, toca trasladar el modelo a nuestra sensibilidad ágama. ¿De qué fases se compone la conquista ágama? Y, sobre todo, ¿vamos a hablar de conquista en agamia?
Por supuesto. A nadie familiarizadx con la agamia le sorprenderá el empleo desacomplejado del lenguaje bélico, porque es lo mismo que decir político. Hacer política es incompatible con apriorismos pacifistas. La paz también se conquista. Ese es el espíritu que mueve este texto.
Nuestras conquistas no giraran en torno al enfrentamiento entre sujetos, por más que parezca que nada puede generar una satisfacción tan embriagadora como el sometimiento del otro. El enfrentamiento con el otro es, sin duda, la materia prima de la interacción humana. Es por eso que su negación solo genera placeres mitigados. Y es por eso que la única fuente de placer superior debe incluirla y, esta es la clave, trascenderla. Lo que nosotrxs debemos entender como conquistas son las diversas fases de superación de la confrontación natural entre sujetos. No conquistamos al otro, sino a nosotrxs mismxs junto con el otro, creando con ello un organismo superiormente pacificado y armónico y, no debe perderse esto de vista jamás, con más capacidad para su desarrollo que los organismos previos plenamente individualizados, incluso aquellos que han obtenido imperio sobre otras voluntades. Hay más poder a conquistar en la trascendencia de la individualidad que en la dominación. Ese poder, su atractivo, la satisfacción de su conquista, es la fisión de la excitación sexual.
¿De qué estaré hablando, verdad? Empezaré con el ejemplo más fogosamente radical para bajar después al más corriente y tibio. Imagínese que dos o más personas encontraran la forma de superar el problema de la incompatibilidad entre deseo y afecto. Imagínese que descubrieran el modo de desearse siempre, más cuanta más amistad les uniera. Imagínese la felicidad, la paz, el orgullo, y el inmenso afecto que eso añadiría a la relación que ya tuvieran. Imagínese ahora el enorme placer sexual del que les permitiría disfrutar la conciencia, digo solo la conciencia, de esta conquista. Hasta el mero hecho de imaginarlo resulta excitante. Y ahora, por si quedara alguna duda, compárese con la conquista de cualquier forma de sometimiento entre individuos típicamente vehiculizada por el sexo. Si a esto lo llamamos “excitar” necesitaremos para lo otro un nuevo termino, cualitativamente superior.
El ejemplo pedestre, el más vulgar y accesible, vuelve a ser cualquiera de las fases del gamos, porque en todas ellas existe, en algún grado, el establecimiento de un organismo colectivo que transforma la confrontación previa en una sinergia superior. Si somos críticxs con el gamos no es porque no contenga esto, sino porque el sometimiento que lo acompaña está muy lejos de ser compensado por ello. Dicho de otro modo: en el sometimiento existe también una cierta forma de sinergia conquistada. Esta es la que, en última instancia, da sentido al sometimiento. Sometemos como sinergia precaria. Sometemos porque no confiamos en alcanzar todo el poder disponible en una sinergia armónica.
Entre el ejemplo paradigmático que estructura este texto y los malos, pero próximos, ejemplos gámicos, tenemos la infinita serie de armonías funcionales conquistables entre dos o más personas, los infinitos grados de intimidad compartible que abre infinitas posibilidades de cooperación para la satisfacción de necesidades profundas y de desarrollo, los infinitos proyectos que pueden emprender a través de la transformación de la libertad individual en libertad colectiva… Las infinitas ocasiones para experimentar un grado superior de conquista que pueda impulsar de nuevo la motivación sexual. Del mismo modo que el paso de amante a novix renueva la motivación sexual porque introduce un nuevo grado de conquista, es decir, una nueva otredad encarnada por el mismo sujeto, el paso de no ser a ser el sujeto a quien he confiado un terror íntimo renueva nuestra relación hasta el punto de convertirla en una novedad sexual.
Digo infinitxs ocasiones porque, frente al sometimiento
cosificado, finito, los sujetos que no entienden sus posibilidades como
agotadas en la realización del gamos disponen siempre de un nuevo lugar que
conquistar en el desarrollo de sinergias colectivas o, por decirlo mediante una
evocación posthumanista, de trascender su individualidad en pos de la
realización de sus potencias. Ese avance constante, sea ritualizado y celebrado
a través del sexo, del baile, de la fiesta o de la escritura automática, hace
constituir a lxs participantes una unidad cada vez más compleja, más
sofisticada, mas inalcanzable como fuente de gozo para cualquier experiencia de
sometimiento. Más invulnerable, en definitiva, al poder disociador del deseo
sexual que conocemos, que destruye nuestras relaciones, y que nos somete al
forzarnos a alimentarnos vampíricamente del sometimiento.