El problema del consentimiento se ha convertido en un
símbolo en sí mismo.
No solo porque es el Jerusalén de la guerra de género, lugar
de enfrentamiento entre facciones feministas y entre feminismo y machismo,
sino, sobre todo, porque es el paradigma de un problema teórico mucho más
amplio.
Que no terminemos de encontrar el protocolo adecuado a la hora
de valorar si determinadas relaciones (hetero)sexuales son legítimas es la
punta del iceberg que representa nuestra impotencia a la hora de determinar qué
interacciones son legítimas entre mujeres y hombres.
Ser capaces de resolver el dilema del consentimiento se
percibe como la rosetta que daría respuesta al resto del conflicto. No lograr
pasar de ahí desalienta para abordar cualquier otra cuestión relacionada.
Vamos con un ejemplo para entender la naturaleza de este
punto muerto.
Los variados derroteros recorridos por los debates surgidos
a raíz del juicio y sentencia a La Manada han servido, entre otras muchas
cosas, para generalizar la idea de que una mujer ebria no está en condiciones
de dar un consentimiento sexual válido y, por lo tanto, las relaciones sexuales
con ella deben considerarse violación. Esa idea ha alcanzado hoy, y desde esos
debates, la categoría de ley social: la sabe y respeta, ahora sí, la suficiente
cantidad de gente como para que quien no la sepa o no la respete deba caer en
alguna forma de ocultamiento o marginalidad.
Hasta ahí todo bien. Un avance.
Me da igual si el dilema que plantea está resuelto a nivel
legal. Lo que me interesa es la perplejidad, silencio y negación que suscitó. Nadie,
yo por supuesto tampoco, se había planteado esto. Y nadie supo qué contestar.
Ante una buena jugada del enemigo la táctica adecuada puede
ser el silencio. Tal vez la jugada se extinga. Pero si no es así necesitamos el
tiempo que el silencio nos concede para elaborar una respuesta mejor con la que
contraatacar cuando el silencio deje de ser suiciente. No podemos conformarnos
con negar el dilema. Necesitamos resolverlo si no queremos correr el riesgo de
que el dilema se convierta en el ariete con el que se nos derrote.
Es evidente que el consentimiento de una mujer con
determinado nivel de embriaguez no es válido. Lo es también que lo que propone
la imagen podría llevar a la cárcel a un quizás sorprendente número de mujeres.
Y que eso sería, en la inmensa mayoría de los casos, injusto.
Se diría que no nos queda más remedio que elegir entre dos
injusticias. Se podría decir también que nos faltan las herramientas teóricas
para diferenciar de verdad lo que es justo de lo que no lo es, y que ésta, la
de invalidar el consentimiento en estado de embriaguez ha encontrado aquí su
límite y debe ser superada por otra mejor.
Pero esa herramienta nueva es esquiva. ¿Cuál es el siguiente
nivel de finura en el hilo que estamos confeccionando? ¿Cómo enunciamos la
diferencia entre lo legítimo y lo ilegítimo de modo que pueda realmente
aplicarse a todos los casos?
En mi opinión el problema está, precisamente, en esa
aspiración.
Cuando hablamos de consentimiento, y cuando hablamos, en
general, de interacción entre mujeres y hombres, presuponemos que debemos
buscar una norma igualitaria. Pero sabemos que eso es justo lo que no hace la
normativa en materia de igualdad. Cuando se habla de violencia de género, o de
regulación del mercado laboral, se persigue la igualdad a partir de una norma,
precisamente, no igualitaria.
Esta discriminación positiva, y no la igualdad, ha sido la
respuesta cuando la igualdad formal se ha encontrado con cada correspondiente
techo de cristal. A partir de determinado momento no hay forma de seguir avanzando
porque la ley que pretende superar una desventaja de las mujeres se convierte
en nueva fuente de ventaja para los hombres. En esas condiciones, y alcanzada
una adecuada comprensión de la situación, la urgencia social hace que se
legisle directamente en contra de esa ventaja, sacrificando la igualdad.
Así, la discriminación positiva hace una diferenciación en
el tiempo. Distingue entre el tiempo de la igualdad, futuro, y el tiempo de la
desigualdad, presente, otorgando a cada uno de esos tiempos la ley que le
corresponde, y adquiriendo conciencia de la transitoriedad de esa ley.
Bien, pues este es el paradigma desde el que entiendo que
debe resolverse el dilema de la imagen, el dilema del consentimiento y el
dilema, en general, de la interacción heterosexual.
Cuando digo que “debe resolverse” quiero decir que debe
llegarse mucho más lejos que el punto al que hoy lo llevan la intuición y el
sentido común individuales porque, como no podría ser de otra manera, ese
paradigma está instalado oficiosa y preconscientemente en nuestra práctica.
Pasémoslo a la oficialidad, a la conciencia, al debate y a la ley:
El consentimiento de un hombre ebrio no es igual de inválido
que el de una mujer ebria, porque en nuestra sociedad se trata de dos consentimientos
de naturaleza distinta cuyas transgresiones tienen consecuencias distintas que deben
traducirse en distintas consecuencias penales.
Pero la extensión de la discriminación positiva hasta una discriminación sexual positiva debe dar
un segundo salto porque, como sabemos, la vida sexual tiene, por su privacidad,
particulares dificultades para ser legislada y regulada. La discriminación
sexual positiva no puede restringirse a la ley, sino que debe ocupar el espacio
de la norma social. La interacción heterosexual no puede ser igual para ambos
géneros, y esta desigualdad debe alcanzar a la conducta cotidiana.
Se dirá que siempre ha existido esa diferencia, y que no ha
traído la igualdad. Se nos hablará de la “galantería”. Sabemos que la
galantería tiene como fin la infantilización y el desempoderamiento de las
mujeres, y no alcanzar la igualdad real. Sabemos que se aplica a cuestiones
menores, como los pequeños favores físicos, para ocultar las mayores, como la
legitimación del abuso de la fuerza. Sabemos, entonces, que podemos diferenciar
sin problema alguno la galantería de la discriminación sexual positiva, del
mismo modo que diferenciamos la discriminación laboral positiva del hecho de
que las modelos de pasarela cobren más que los hombres.
Lo que necesitaremos, eso sí, será paciencia para concretar
con acierto en qué debe consistir esa discriminación sexual positiva. Y
necesitaremos madurez política para entender que la norma extraordinaria
implica la asunción de responsabilidades por parte de quien es objeto de la
ventaja que comporta. Y necesitaremos, por supuesto, pronunciamientos en favor
de la discriminación sexual positiva.
Por lo que a mí respecta digo ya que, en mi opinión, la
agamia solo puede moverse en el ámbito de la discriminación sexual positiva, y
que es responsabilidad de las personas ágamas incorporar esa discriminación a
su reflexión y a su conducta.
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