Ya he explicado las que considero
el par de razones fundamentales para proponer y elegir la agamia como modelo de
relación.
Ambas son, como se ha podido ver,
éticas, es decir, opciones del deber ser. Tenemos la obligación de procurar
resolver el problema de las relaciones y, hasta nueva propuesta, la agamia
parece el único camino que ofrece alguna garantía.
Pero hay una más, de la que,
sorprendentemente, se dice poco o nada, y ésta está en el plano del ser, de lo
descriptivo, de lo que no depende de que sea elegido, porque sin necesidad de
elegirlo nos encontramos inmersos en ello.
Todavía hablamos de los modelos
alternativos a la monogamia heteronormativa como de una suerte de
transgresiones extravagantes. Sabemos que aún no son de dominio público y que
la palabra “poliamor” no es algo que, ni mucho menos, todo el mundo haya oído.
La no monogamia parece aún una cuestión de activismo.
Si echamos la vista atrás,
muy ligeramente atrás, nos podemos llevar una sorpresa, e incluso experimentar
un cierto vértigo. Recordemos un hecho crucial: El sistema heteronormativo
hegemónico no es el de la monogamia indisoluble. Nos encontramos en la era de
la monogamia secuencial. Se dirá que la monogamia indisoluble está plenamente
presente en nuestra sociedad, y no hay nada que discutir. Se dirá que la
secuencialidad existe desde que el mundo es mundo y, cubriéndola de matices, se
podría admitir también esta afirmación.
Lo que es indiscutible es
que las relaciones sexosentimentales se entienden hoy, por defecto, como
monógamas secuenciales. Esto constituye una auténtica revolución. Efectivamente
nos encontramos dentro de un sistema nuevo, nosotrxs, que no hacemos más que
decir que hay que abandonar las viejas relaciones monógamas y bla bla bla,
resulta que estamos ya en el después de la revolución, en la gestión del
cambio, y no en su preparación. Somos la generación de la novedad. Lxs que
tenemos que ver qué hacemos con algo que nadie antes ha usado.
El vértigo no está tanto en
la novedad, como en la velocidad de esta novedad. ¿Desde cuándo somos
secuenciales? Daré sólo un par de datos. La literatura nos muestra una
secuencialidad naturalizada entre los guetos intelectuales desde, al menos, el
periodo de entreguerras. Pero nos equivocaríamos si pensáramos que en manera
alguna se trataba de un modelo socialmente hegemónico. Esa posible hegemonía no
sólo la contradice la cultura popular de los años 50, producto de una
revolución conservadora proveniente del otro lado del atlántico, sino su propio
confinamiento social y espacial, a la vida bohemia de lxs intelectuales y
artistas parisinxs que se narran a sí mismxs.
El otro dato es que la Ley de
Divorcio fue aprobada en España en el año 1981 (La Ley de Divorcio de la
Segunda República, inmediatamente derogada por la Dictadura, aún exigía una
“justa causa”), después, lógicamente, de la muerte del dictador, pero sólo
ligeramente desfasada con respecto al cambio general en esa euro-britania a la
que llamamos “occidente”. Huelga decir que legalizar el divorcio no significa
su aceptación social general ni, mucho menos, su naturalización. El divorcio,
que hoy sólo es entendido como indeseable por las consecuencias sobre lxs hijxs
(torticeramente anticipadas como traumáticas) fue, hasta hace no tanto, el
sinónimo de un fracaso existencial. El proyecto de vida había fallado y lo
único que cabía era un proyecto de segunda mano, inferior y derrotado. La
verdadera función del divorcio no era tanto rehacer la vida de pareja como
oficializar el fracaso de la misma.
El largo camino hasta la
secuencialidad normalizada parece haberse recorrido en un par de décadas.
Seguramente (grosera aproximación) sea en los años 90 cuando se pueda empezar a
hablar de que la secuencialidad es algo más que lo que hacen lxs adolescentes
para buscar pareja, y que esa búsqueda se prolonga a lo largo de toda la vida.
Y es en los años 90 cuando,
casualmente, nace el poliamor.
Las flagrantes contradicciones internas de la monogamia secuencial (esa búsqueda de
un Día de la Marmota amoroso) empujan su modelo hacia el descrédito y la
transformación a una velocidad de la que estos pocos datos pueden darnos una
idea.
Eso significa que su alternativa no va a ser exactamente una conquista social, sino
más bien un cambio inevitable que nos está ya esperando a la vuelta del más
minúsculo cambio cultural.
Pero, ¿qué es lo que vendrá después? No me voy a extender aquí en describir horrores algo
más que potenciales o en imaginar distopías sexosentimentales. No se trata,
tampoco, de enriquecer el imaginario aberrante con una tormenta de ideas. Baste
recordar que los cambios sociales no siempre son mejoras en la justicia social,
y que, por qué no, nuestra próxima criatura sexosentimental puede ser otra
hermana de la abundantísima prole que nos ha traído ya la que empieza a ser una
demasiado longeva revolución neoconservadora.
Pensemos bien lo que queremos para no tener que añorar un día la mezquina monogamia
secuencial como el mejor de los modelos conocidos.
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