"¿Sabes en qué veo que las comiste de tres en tres? En que yo
las comía de dos en dos y tú callabas.”
Lazarillo de Tormes.
En nuestra cultural, los celos
padecen un estatus contradictorio, y su prestigio se encuentra en pleno declive.
Pero es posible que, en la evolución que su imagen pública sufre, el
patriarcado haya conseguido hacernos seguir una pista falsa. Por razones imprevistas,
cuanto más intentamos escapar de los odiosos celos, más caemos de nuevo en la
cárcel del gamos. El sistema ha
conseguido que empleemos todas nuestras fuerzas para correr en dirección a su
trampa.
En las últimas décadas, con la normalización
de la separación como respuesta a los problemas de pareja, los celos han sido
eliminados de las emociones moralmente legítimas. Han pasado a la categoría de
emoción patológica porque se da por hecho que la infidelidad comprobada no debe
conducir a la conservación de la pareja en un marco emocional de celos, sino a
la separación. Quien siente celos ante una infidelidad, y no se separa, está
asumiendo y tolerando la infidelidad, y pasa a ser causante y responsable de
sus propios celos. Quien siente celos, pero no ha podido comprobar la
infidelidad, carece de legitimidad para trasladarlos a la pareja, queda
valoradx como paranoicx, y se atribuye dicha percepción distorsionada de la
realidad a componentes de inseguridad y posesividad en su carácter profundo. La
explicación acertada, pero superficial, de la mayoría de los casos de violencia
patriarcal como consecuencia de los celos convierte a esta manifestación de los
mismos en referencia equivocada para las restantes.
Estos nuevos mantras de la
filosofía del amor son errores extremadamente groseros y sangrantemente inmorales.
Explicaré por qué.
Los celos se encuentran, como
vemos, en un impasse histórico. Si bien es cierto que han perdido todo su pasada
autoridad, mediante la que podían legitimar cualquier acción más allá del
respeto a ley alguna, también es cierto que la ideología que los generó, y a la
que tan eficazmente sirvieron, sólo se ha reformado y adaptado al surgimiento
de los feminismos, sin perder en absoluto su vocación opresiva. Han servido de cabeza
de turco en la reforma de un sistema que busca, y, en gran medida, logra,
permanecer sustancialmente intacto.
Así, ¿quién diría que,
denunciando los celos, hacemos un inestimable servicio al patriarcado? Pues ése
es el caso. La prueba (siempre oculta) es que, aunque las manifestaciones más
espectaculares de los celos son las que degeneran en violencia patriarcal,
debemos entender que ésta es posible en la medida en que el individuo puede
permitirse el imponer la voluntad que suscitan sus celos, es decir, da un falso
ejemplo, con ello, de una relación sistemática entre celos y violencia (y no
entre poder y violencia, que sería la verdadera lección, la verdadera exégesis
del acto) que oculta, precisamente, la manifestación del grueso de los celos,
de los que es paciente la mujer.
Lo que debemos entender, por lo
tanto, es que, históricamente, la inmensa mayoría de las experiencias de celos,
(como complejo emocional de ira, miedo y tristeza provocados por la puesta en
entredicho de la relación gámica mediante una relación sexual externa a ésta), son
experimentados por las mujeres y reprimidos por el patriarcado. Serán aquellos
celos que el patriarcado considera indicio de lo que cae intolerablemente fuera
de la norma, es decir, los experimentados por los hombres, los que conducen a
violencia de género y se convierten en falsos paradigmas.
Los celos son la reacción
emocional de indignación específica al flujo de poder llevado a cabo en la
relación sexual, y valorado subjetivamente como injusto. Los celos son el
mensaje emocional de que se está produciendo una injusticia. Así, hay más celos
allí donde hay más injusticia, siempre que la valoración de dicha injusticia
sea sensata. La tendencia a la percepción injusta del justo reparto de poder,
propia del opresor, genera celos ilegítimos que, sin embargo, se visibilizan
con más facilidad precisamente por venir del individuo empoderado.
La diferencia entre los celos y
una indignación convencional es que aquéllos caen hoy bajo una condena social
que añade a la indignación el componente represivo que lleva a la mala
conciencia y la ocultación. Si echamos la vista atrás encontraremos que, antes
de ser condenados, los celos funcionaban del mismo modo que una indignación
cualquiera. No hay diferencia entre que Pedro Crespo, alcalde de Zalamea, sea
padre o esposo de la ultrajada Isabel. Matar a Don Álvaro es, según la moral
que promulga Calderón, la consecuencia legítima de su indignación, como lo
sería si le hubiera robado las tierras. El componente de mala conciencia
desaparece, como desaparece el desprestigio social hasta el punto de ser tan
enaltecido por su acción como hoy lo es quien evita un desahucio.
Estos celos legítimos de clase,
reconocidos y visibilizados por la literatura del XVII, son idénticos a los
celos de género, ni reconocidos, ni visibilizados, ni reivindicados jamás por
literatura ni cultura alguna. Cuando hablamos de los celos, por lo tanto,
unimos una emoción a un juicio ético, mezclando así dos cosas inmiscibles, de
un modo muy útil al patriarcado. La discriminación que debemos exigir desde la
teoría de género, desde la crítica a la heteronormatividad, y, por descontado,
desde la agamia, es la existencia de celos normativamente legitimados del
patrón, frente a celos normativamente deslegitimados del siervo. Cada uno de
estos celos desempeña una función en el patriarcado. Cuando éste sacrifica el
privilegio de reivindicar sus ventajas a través de los celos, lo acompaña de la
exigencia de que el grupo oprimido deje de denunciar su opresión por ese mismo método.
Y el negocio, según se estaban
poniendo las cosas, le sale redondo.
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