La
metáfora de “pensar con el corazón” ha llegado demasiado lejos.
Hemos hecho tanto uso de ella que
se diría que la hemos convertido en una realidad paralela cuya creencia
llegamos a rozar. El corazón, símbolo del amor, aparece representado por todas
partes, no ya como un simple símbolo, sino como todo un personaje consciente,
activo e independiente. Nosotros, llevados por ese imaginario
superdesarrollado, por esos dibujos animados del corazón, extraemos
conclusiones que guardan coherencia con la metáfora, y no con la realidad que
la metáfora pretende representar parcialmente.
Así,
decimos que el corazón nos habla, que nos duele el corazón, que el corazón
manda, o que debemos actuar desde el corazón. En este Disneyheart en el que
nuestro corazón tiene ojos y patitas, en el que nos sonríe con cara de Bob
Esponja cuando obedecemos sus supuestas órdenes, y se deprime (claro, porque él
es todo emoción), cuando actuamos por nuestra cuenta; en esta Pitufilandia roja
hay, también, un Gargamel.
El malo
de la película es un personaje frío y calculador (dos términos inseparables y
que, en la ficción, a diferencia de la realidad, van casi indefectiblemente
ligados a la maldad), soberbio y distante, deforme y viscoso, y de un insalubre
color grisáceo que lo aleja del aspecto noble y saludable del corazón. Se
trata, evidentemente, del cerebro. El cerebro, que vive en su torre de marfil
(ahí la metáfora casi acierta), sin escuchar a nadie, sin igualarse con nadie,
sin empatía alguna, ignorante, sobre todo, de su lejanía con respecto al “mundo
real”.
Cada
capítulo de esta serie infantil, cada una de las recomendaciones anecdotizadas
que la propaganda de nuestra cultura nos impone diariamente, es una nueva
batalla entre estos dos personajes inmortales en la que la mejoría del mundo
depende de que el corazón logre prevalecer sobre el despótico cerebro
imperante.
Las
cosas van mal por una razón clarísima: el cerebro ha extendido su poder sobre
ellas y las organiza a su desnaturalizado modo. El cerebro tiene un vicio: lo
piensa todo. Cada vez que piensa algo deja sobre ello la huella de su
mezquindad. El cerebro todo lo toca y todo lo vuelve impuro. El mundo es
hermoso, la naturaleza es extraordinariamente variada y colorida, pero el
cerebro quiere cambiarla, participar de su mérito, ser su creador, y cuando lo
intenta sólo logra acabar con su espontaneidad y apagar sus vivos tonos. El
cerebro, en su obsesión, todo lo vuelve triste, todo lo vuelve gris, todo lo
vuelve igual.
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