Aunque nos topamos con todo tipo de reticencias a la hora de
decir qué es el amor (parece que definir el amor fuera un pecado) la versión
más popular, cuando nos metemos en faena, es la de que se trata de un
sentimiento.
No
podemos conformarnos, sin embargo, con una ensambladura tan perfecta, porque no
existe acuerdo sobre cuál es el sentimiento al que nos estamos refiriendo. Unos
dirán que es pasión, otros dirán que es afecto profundo, otros dirán que es
agonía. En realidad, casi todo el mundo acepta la idea de que el resto de los
sentimientos de los que se habla al referirnos al amor también tienen que ver
con el amor, aunque no sean los más importantes en nuestra experiencia ni los
que le dan nombre. Pero ni la cultura popular, ni la ideología del amor ni, en
muchas ocasiones, siquiera las opiniones profesionales, deciden llegar más
allá.
Hay que decir, por lo tanto, que el amor es,
al menos, un conjunto de sentimientos. La cosa parece que se complica, pero en
realidad se ha simplificado: ahora ya sabemos que la definición del sentimiento
único, la más frecuente, es incompleta. Una menos.
Es
cómodo esto de definir por acumulación, porque nuestra cultura es muy propensa
a la tolerancia intelectual, para dejar hacer a la intolerancia práctica:
piensa lo que quieras mientras no me obligues a replantearme lo que pienso yo.
Negar se considera una impertinencia, de modo que los consensos se forman
mediante la suma, no el contraste, de las opiniones: todo es verdad siempre que
alguien opine que es verdad. Sigamos por ese camino tan llano de ir eliminando
uno a uno cada lugar común contradictorio que surge al paso. Pronto
descubriremos que el bosque era un decorado.
Sabemos
que los sentimientos dependen de una interpretación de la realidad. No es éste
el lugar para analizar el nivel de conciencia en el que se produce cada una de
esas interpretaciones. Valga decir que sentimos algo porque entendemos, en un
lugar más o menos accesible de nuestra conciencia, que hay razón para sentirlo,
y que estas dos cosas, lo que sentimos y su razón de ser, son inseparables.
Sentimos miedo, por ejemplo, porque interpretamos que una cosa determinada
constituye una amenaza. En realidad, llamamos sentimiento a un conjunto así
cuando lo que nos interesa es la parte emocional del mismo.
Decir
que el amor implica varios sentimientos es, por lo tanto, constituirlo de tres
grupos de cosas: dichos sentimientos o emociones, los juicios que las acompañan
y las cosas a las que se refieren estos juicios. En el ejemplo: el miedo, la
cosa temida y, ésta es la clave, el juicio
de que dicha cosa debe ser temida.
Parecen demasiados elementos,
pero no nos angustiemos; de momento están bien ordenados. Además, son sólo
conjuntos de tres, siempre los mismos, aunque cambie su contenido.
El juicio es la pieza libre del
proceso. Al decir “libre” no me refiero, como es lógico, a que yo pueda elegir
mi juicio. Si pienso que un hecho merece ira, será éste mi juicio. Del mismo
modo ocurrirá a la inversa: si siento ira debe ser porque he juzgado, sea
consciente o no, que un hecho la merece. La libertad del juicio consiste en que
se trata, precisamente, de un juicio. Es la parte del proceso en que puede
intervenir la razón consciente en busca de lo verdadero.
Libre, por tanto, dado que es
moral o, por decirlo con otras palabras, libre
de elegir entre lo verdadero y lo falso.
La conciencia juzga lo que cree
verdad, o llega con la verdad a un compromiso que puede tolerar. No puede
inventarse un juicio para cambiar un sentimiento (al menos no con un resultado idéntico
al producido por una mentira), y no puede inhibir un sentimiento que
corresponde a un juicio que ya ha formado. Pero puede comprobar. Puede
plantearse si un determinado sentimiento no parece la consecuencia lógica de la
identificación de un objeto. Puede mejorar y puede procurar aproximarse a lo
verdadero. Por eso es libre. Pero también puede ser influida, manipulada y
engañada. Se le puede decir, como, por
ejemplo, hace el amor, que no existe, que carece de papel, y entonces ella
juzgará que no está, que no puede hacer nada, y que lo que siente es producto
inevitable de las circunstancias. Pero, en última instancia, será ella la
que haya llegado a esta conclusión. La incomparecencia será también fruto de su
libertad.
Demos un paso más. Este conjunto
de juicios que son la definición del amor, con sus correspondientes
sentimientos, incompatibles lógicamente, no lo son desde el punto de vista
práctico. No sucede que quien juzga y siente una cosa no juzgue y sienta otra.
Más bien lo que sucede es que cada persona juzga y siente una cosa en función
del momento que atraviesa, perfectamente señalizado en la ideología del amor. Esos
momentos van cambiando y formando una historia, una especie de realización monstruosa
y, en su mayor parte, común a todos, de la fantasía amorosa (conocemos gente,
nos enamoramos, tenemos relaciones, se rompen, tenemos otras más profundas,
formamos parejas, también se rompen, tenemos hijos, etc, etc…) sucede que cada
uno va pasando más o menos por los mismos juicios y sentimientos a lo largo de las
sucesivas fases de su vida.
Así, los juicios-sentimiento que
constituyen la definición del amor se ordenan en una línea de tiempo, como en
una película, y cada individuo recorre la película de manera más o menos
completa, pasando por todas las fases del amor, y completando con ello su
condición de persona que siente el amor. A todos estos juicios-sentimiento
acompañará una determinada acción o conjunto de acciones, elegidas según dicho
juicio sentimental. De sentir el amor se pasa a actuar en consecuencia, como el
sentimiento dicta, es decir a “vivir el amor”.
En Family Man se materializa la idea del guión ciego. Jack, soltero convencido, amanecerá un día viviendo su vida como hombre casado. Los lazos emocionales que desarrollará en esta nueva situación le harán imposible volver atrás.
Por supuesto, el cine nos venderá la aceptación de esta violencia como una opción de madurez.
En toda esta vivencia se ha
ocultado que, tras los sentimientos que conducían a acciones, había juicios que
determinaban los sentimientos. Estos juicios, que el amor sume activamente, en
el olvido son conformados ideológicamente. El
amor convence, persuade, y hace olvidar su persuasión, remitiéndose después a
los sentimientos que con su persuasión suscita. Así, cuando actuamos
movidos por estos juicios, lo hacemos convencidos de que carecemos de
alternativa, y que a lo largo de nuestra vida la ausencia de alternativa se
sucede hasta el final.
Por eso el amor es más bien una historia. Una historia en la que se
suceden unas experiencias determinadas cuya identificación lleva a unos juicios
determinados que producen unos determinados sentimientos. Eso es el amor.
Que el amor sea bueno o malo
dependerá de la historia o, mejor, de las consecuencias a las que han llevado
los juicios que se han sucedido en esa historia. Si la conciencia ha podido
hacer uso de su libertad, contrastando la coherencia de sus juicios y buscando
el bien a través de ellos, entonces será una buena historia. Si la conciencia
ha sido engañada, será la historia de una manipulación.
La agamia considera que el amor
es una historia construida mediante el engaño, en la que el individuo se siente
siempre incapaz de tomar las riendas, o simplemente desconoce que dispone de
rienda alguna. Considera que es una sucesión de acontecimientos condicionados
por emociones que son sucesivamente inducidas por la propaganda ideológica del
sistema en la forma del subsistema
ideológico del amor. Por eso, la agamia llama al amor “guión ciego”: Porque es una historia en la que el actor no sabe
cuál será la próxima escena y nada puede hacer por prepararla. Su misma
interpretación le viene dada. Es un actor que se ve actuar como si la película
estuviera rodada desde el principio. Y él no lo sabe. Él va cada día a trabajar
pensando que ya conoce el texto, que ha decidido que el texto le interesa, que
lo va a adaptar, a hacerlo suyo, a darle la forma que mejor sirve para
aprovechar sus condiciones, y que sabe con precisión en qué va a consistir su
interpretación. Pero a medida que actúa, el texto es sustituido, y se ve
forzado a interpretar uno distinto, con el que no está de acuerdo y cuyo rodaje
nunca habría firmado, pero que no sabe ya cómo evitar.
Por eso la agamia, que pretende ser una buena manera de establecer relaciones entre las personas, rechaza al guión ciego, sin libertad, del amor.
Hemos sabido recientemente que María Schneider no conocía en qué iba a consistir esta emblemática escena de El Último Tango en París cuando se rodó. Se trató, por consiguiente de una violación, que la actriz no supo, o pudo tratar como tal.
Nos encontramos tan desprotegidos frente al amor como lo estuvo ella frente a los poderosos Brando y Bertolucci: responsabilizados, avergonzados, culpables frente a algo en lo que hemos participado sólo porque nos habían dicho convincentemente que iba a ser de otra forma.
1 comentario:
Hacia tiempo que no leía un texto con tan poco sentido
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