El
sexo que conocemos y vivimos, el conjunto de los individuales actos
sexuales que conforman la vida sexual de nuestra sociedad, son la
consecuencia de perseguir los fines expuestos al principio, mediante
las formas descritas después.
Para que un acto sexual desempeñe la
función reproductiva, que le confiere el capitalismo patriarcal, y
la de comunión matrimonial o “gamos”, que le exige el discurso
del amor, dispone de las escuelas de la sexualidad genital machista
tradicional, de la ocultación de su finalidad mediante el
arropamiento afectivo, y del modelo instrumental de uso y consumo
sadomasoquista expuesto por la pornografía.
Pero para expresar una significación
compleja y contradictoria mediante una forma no concebida expresa y
conscientemente para ese fin, el acto sexual debe entregarse
sistemáticamente a truculentos reajustes y adaptaciones intuitivas
que enturbian significado y forma hasta convertir ambas en actos
comunicativos fracasados e irreconocibles que frustran la intención
de los participantes, tanto como la claridad de su interpretación.
Así,
vemos que hay un desencuentro perfecto entre las funciones que
nuestra sociedad confiere al sexo y las formas en que el sexo se
realiza sin ser ello óbice para que la relación entre unas y otras
sea inequívoca, restado el efecto difusor que la represión ejerce
sobre todos los niveles de conciencia que se proyectan sobre el tema.
Las
parejas para las que la función del sexo es la reproducción lo
pondrán predominantemente en práctica mediante la forma
incomunicativa tradicional, reduciéndolo sustancialmente a un acto
coito-orgásmico en el que el hombre satisface un impulso hedonista
poco elaborado a costa del cuerpo de la mujer sierva. Quiero decir
con esto que lo normal es que ninguno de los dos esté pensando en
ese momento en la procreación, pero será el subsistema ideológico
el que haga prevalecer la procreación por sobre los restantes
intereses (y la familia patriarcal como su nodo natural) de la pareja
el que legitimará la tosca satisfacción del impulso sexual, motor
de cada acto, como su más fiel garante.
El
subsistema les dirá a los individuos que follar para desahogarse
está bien, porque ése es el camino de la procreación. Así, quedan
los individuos exonerado de la función última y pueden construir su
vida sexual en torno al desahogo; buscarán perpetuamente el desahogo
pero, interrogados ante un tribunal dirán, con toda seriedad, que el
sexo es, por encima de todo, reproducción. Es posible que suavicen
la transición mediante el concepto de necesidad: Necesitamos tener
relacione sexuales de modo que, más o menos comunicativas, deben
tenerse a toca costa. La prueba de que son una necesidad es que
conducen a la conservación de la especie (condicionamiento biológico
por predestinación), fin último de la especie humana, y no cabe,
por consiguiente, sino dar por hecho que esta necesidad existe. Qué
pueda ser una vida sexual responsable y conscientemente dedicada a la
procreación es algo que no consideran de su incumbencia plantearse.
El
contenido represivo de este modelo forma-fondo es tan acusado que el
sexo apenas es mirado sino de soslayo. Hablamos de vidas sexuales en
las que el sexo no es sólo poco comunicativo, sino que apenas existe
la comunicación sobre sexo. El sexo no está tematizado, si no que
se construye mediante automatismos adquiridos en silenciosos pactos
tácitos. Se folla, paradigmáticamente, como si no se follara, y,
sobre todo, como si no se follara con nadie. Este patrón, que de tan
primitivo lleva a recibir críticas desde el propio sistema, es, sin
embargo, el embrión de los restantes; su alma inmortal,
irresponsable y masturbatoria (el otro no es con quien cada individuo
alcanza satisfacción sexual, sino a quien cada individuo utiliza
para fantasear con la satisfacción sexual y alcanzar, así, el
desahogo. Cada uno de ellos oculta e ignora su insatisfacción,
mientras piensa que colma sobradamente la del otro).
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